Introducción
Primer Estudio
Educación sexual con fundamento científico
Segundo Estudio
Conducta sexual de los adolescentes
Tercer estudio
¿Por qué es tan fácil ser infiel?
Cuarto estudio
El médico y la salud sexual
Quinto estudio
El examen sexológico en las disfunciones excitatorias y orgásmicas femeninas
Introducción
El contenido de este libro está integrado por cinco trabajos que fueron presentados en diversos foros académicos en los años recientes. Quién lo lea encontrará en todos ellos la marcada influencia del pensamiento sexológico y de la investigación realizada en esta área del conocimiento por Helí Álzate, durante más de 30 años, en la Universidad de Caldas. Esta influencia favorece la coherencia en los temas tratados y permite que, aunque los distintos capítulos correspondan estudios independientes, mantengan un mismo hilo conductor: la necesidad de entender la importancia de la función erótica en el ser humano.
Dos estudios: ”Educación sexual con fundamento científico” y “El médico y la salud sexual” pretenden llamar la atención sobre la urgencia de atender debidamente las necesidades de educación sexual y de terapia sexual de nuestra población. Son artículos polémicos que se apoyan en la historia para ilustrar las vicisitudes de la sexualidad humana y la constante pugna ideológica entre quiénes, lo más, niegan el erotismo o lo condena y quiénes lo aceptan como algo connatural al ser humano. Están escritos con argumentos, pero, también, con el corazón y promueven un debate que el autor considera imprescindible para crear las condiciones en las que el avance del conocimiento sexológico pueda contribuir a la salud y bienestar de las personas.
El capítulo sobre la vida sexual de los jóvenes está documentado en una investigación cuyos resultados dibujan con nitidez el cuadro actual de la muy diversa actividad erótica juvenil, resultado que al mismo tiempo ayudan a elaborar un esbozo de explicación del comportamiento sexual en esta etapa de la vida. Es un llamado a educar en la responsabilidad del ejercicio de la función erótica y dejar de lado la ilusión del control de la sexualidad de los adolescentes.
El estudio sobre la infidelidad es apenas la primera parte de un proyecto mucho más ambicioso que surgió de la revisión de 60 historias sexuales de hombres que habían estado en mi consulta, donde encontré que 59 habían sido infieles. El motivo de consulta del restante era la infidelidad de su mujer. El artículo explora si las diferencias de género en la infidelidad realmente existen y si ellas pueden explicarse, por lo menos parcialmente, por la herencia filogenética del macho y la hembra Homo sapiens.
Por esta razón el análisis se apoya en los trabajos de los psicólogos evolucionistas. Posteriormente a la elaboración de este artículo se han publicado nuevos hallazgos y teorías entre los estudiosos de este asunto y la discusión se ha enriquecido. La infidelidad hace parte de la vida cotidiana y vale la pena hacer el esfuerzo por explicar esta realidad de manera objetiva.
El último capítulo, tal vez el más controversial, está dedicado al estudio de las dificultades de muchas mujeres para alcanzar el orgasmo durante el coito vaginal. Es un recuento sistematizado de la investigación que se desarrolló durante toda la década del 80 en torno al problema de la erogenicidad vaginal. En la Universidad de Caldas, y de la controversia en el grupo de investigadores que han sustentado la existencia del popular punto G. Es también, una propuesta de evaluación diagnóstica y de terapia sexual para las disfunciones excitatorias orgásmicas femeninas. Este libro aparece en un momento en el cual en América Latina y en particular en Colombia la sexología se encuentra, no obstante el empeño de los profesionales que responsablemente ha venido trabajando en este campo, en un estado de incipiente desarrollo. Esta situación no es de extrañar en un periodo en el que las políticas de internacionalización de la economía impuestas en la región, han frustrado desarrollo general de la ciencia y de la investigación.Espero que, junto a las publicaciones recientes de nuestros colegas estos estudios contribuyan a renovar el interés por la sexología en nuestro país.
Primer Estudio
Educación sexual con fundamento científico
Difícil de creer, pero todavía es necesario insistir en que la sexualidad humana, al igual que cualquier otro fenómeno de la naturaleza, se puede conocer objetivamente, se puede estudiar de manera sistemática y racional y que por lo tanto, no obstante su inmensa complejidad, es posible su conocimiento científico. Son tantas las barreras ideológicas, las reacciones meramente emocionales, e inclusive, los intereses políticos y comerciales de la sociedad contemporánea que entorpecen la indagación científica sobre la función sexual humana y la aceptación de sus resultados, que aun muchos de quienes en Latinoamérica se ocupan de trabajar en esta área del saber afirman categóricamente que: “No existe sexología científica ni educación sexual científicamente fundada” (Alleratucha, 1991).
De la misma manera, hay entre nosotros académicos, quienes aceptando que la sexualidad “debe ser estudiada y comprendida por distintas disciplinas del saber…”, consideran que ésta “no puede convertirse en el objeto de una nueva ciencia” y que finalmente es el “artista el único que puede hablarnos en forma pertinente de la sexualidad…” (Guerrero, 1985,1993). Para otros estudiosos del tema: “Si nos atuviéramos a un lenguaje preciso y analítico, muy poco podríamos decir sobre la vida sexual ni expresar cosa alguna sobre la afectividad de la existencia humana”, toda vez que “Hablar de sexualidad es jugar con la imaginación y la palabra, es llevar el goce y la risa al terreno del pensamiento…” y “La educación sexual es siempre una actividad poética llevada al terreno de la existencia diaria” (Restrepo, 1994).
A que predomine este tipo de conceptualización, que por lo demás es bueno que exista puesto que refleja una de las mil caras de la experiencia sexual, han contribuido varios factores tales como: la idealización o mitificación de la actividad sexual; la creencia, activamente impulsada en los últimos años en círculos intelectuales de que la ciencia es la negación del “humanismo”; o más grave aún, como lo proponen actualmente los constructivistas más radicales, el convencimiento de que el conocimiento científico es imposible pues la verdad siempre es relativa.
La complejidad de la sexualidad humana
Ciertamente la sexualidad humana y sus funciones, en particular su función placentera, que es la buscada en la gran mayoría de las actividades sexuales, es un fenómeno complejo de estudiar tanto por su propia naturaleza biopsicosocial, como por los intereses ideológicos que entorpecen su análisis racional.
En cuanto al primer factor y como lo señala el sexólogo colombiano Helí Alzate, la función erótica, es decir, la búsqueda consciente del placer sexual es equiparable al pensamiento. Ambos, el intelecto y el erotismo, son únicos de nuestra especie y comparten una larga y compleja herencia filogénica. Ambos requieren de maduración y desarrollo para alcanzar la plenitud de sus potencialidades y ambos dependen de la interacción dialéctica del substrato anatomofisiológico y del superestrato sociocultural para poder ser explicados como funciones psíquicas individuales.
¿Habrá algo más complejo que el estudio de los mecanismos que hacen posible el pensamiento y de la comprensión de los procesos mentales y sus significados? Difícilmente. ¿Implica la complejidad de las estructuras cognoscitivas, de sus correlatos neurofisiológicos, de sus determinantes socioculturales, de la interacción de estos factores, que sólo los filósofos, los artistas o los poetas puedan comprenderlas? Si esto fuera cierto, no tendrían la razón de existir la neurofisiología cerebral, la lingüística, la psicología o cualquiera de las ramas del conocimiento científico que se ocupan del estudio de las funciones psíquicas superiores.
De modo similar, la sexualidad humana puede aparecer a nuestros ojos como un objeto de estudio de enorme dificultad dada la multiplicidad de elementos de tipo estructural, fisiológico, psicosocial y comportamental que la componen. Sin embargo, así como la ciencia ha ido abriendo los caminos para el entendimiento objetivo de las leyes del pensar, a tal punto que los tiempos de la frenología aparecen en el pasado ya muy brumosos y distantes, ninguna
consideración acerca de las mil y una aristas de la experiencia sexual y de su profunda subjetividad puede ser disculpa para dejarla fuera del alcance de la investigación científica.
Al estar en nuestros cerebros y en nuestras mentes firmemente arraigada la negación de algo tan obvio como es la tendencia natural a buscar gratificación para el deseo sexual, se ha procedido entonces a asociar la sexualidad con propósitos y funciones que cumplen la misión de hacer más aceptable su ejercicio y que, de paso, hacen ver la sexualidad aún muchísimo más compleja y prácticamente imposible de explicar adecuadamente.
La comunicación entre las personas, por ejemplo, sería condición indispensable para un correcto ejercicio de la sexualidad, y el disfrute del placer sexual impediría esa función comunicativa. Estas son las palabras del Doctor Ignacio Vergara (1989) al respecto: “Por otro lado la sexualidad cada día se transforma más en una forma de comunicación reemplazando o enriqueciendo su antigua única función de reproducción. La obtención del placer por medio de la sexualidad está también produciendo un fenómeno de incomunicación en la relación sexual. Cuando realizamos un acto sexual con el único fin de obtener placer de él, estamos disociando este acto de todas las fuerzas profundas y a veces misteriosas que subyacen en la sexualidad humana. Esta forma de relación en lugar de facilitar la comunicación, aísla al individuo en su isla de placer.”
No obstante, es falso que la sexualidad sea tan particular, tan “profunda” y tan “misteriosa”, que no pueda ser analizada de manera objetiva, racional y sistemática. Incluso el amor, componente afectivo presente muchas veces en la fase relacional de la función erótica y emoción que fuera por siglos, esa sí, terreno exclusivo de toda clase de mala y buena poesía, ha empezado a comprenderse científicamente, al punto que actualmente se comienza a correr el velo mágico que lo cubría y a descifrar la lógica subyacente en el que parece ser el más irracional de los sentimientos humanos (Sternberg, Barns, 1988).
Negar el placer como algo bueno en el ser humano, sólo conduce a fortalecer la hipocresía y la doble moral. “Embellecerlo”, sobrevalorando funciones de la sexualidad que, aunque importantes, son secundarias a la gratificación derivada de los actos sexuales, tales como la comunicación, la intimidad o la expresión de afecto, equivaldría a afirmar que la función principal de la alimentación es la de mejorar la comunicación o hacer más intenso el enamoramiento de la pareja que se cita para almorzar. Negar el erotismo con la política del avestruz y rotular de amoral a cualquiera que se atreva a plantear, lo que en el fondo todo el mundo sabe, que las personas tienen vida sexual porque la disfrutan, es obstaculizar la educación en el ejercicio consciente y responsable de la sexualidad.
La ciencia se ha desarrollado partiendo de la investigación de las formas más elementales de la materia en movimiento, hasta lograr explicarlas más o menos satisfactoriamente, para luego sí abordar las formas más elevadas y más complejas. No en vano primero se avanzó en el conocimiento de las llamadas ciencias de la naturaleza, cuyo objeto de estudio es más externo al investigador, mientras que es mucha más reciente la investigación en las denominadas ciencias humanas, en las cuales el objeto de estudio involucra directa o indirectamente a quien investiga. En este sentido, la psicología y la sexología son ciencias nuevas, sin que esto signifique que el conocimiento por ellas aportado, muy valioso pero todavía escaso y muy insuficiente, no deba ser tomado en cuenta y no deba hacer parte de la educación de las nuevas generaciones.
En cuanto a los factores ideológicos que interfieren el entendimiento y el análisis serio de la sexualidad en general, y del erotismo, en particular, se podría decir que la tradición erotófoba, de un lado, y el interés de lucro de la sociedad de consumo del otro, son los dos principales. Mientras que nuestra cultura no acepta el hedonismo sexual por considerarlo pecaminoso, el
capitalismo salvaje de nuestros días, y en esto la Iglesia tiene toda la razón, ha hecho del deseo sexual y de su satisfacción una mercancía más; más aún, una mercancía para promocionar y vender otras mercancías, distorsionado e hipertrofiando su real significado en la vida de las personas.
La influencia del constructivismo
Algo de historia: el papel de FREUD
1.
Freud entendió la necesidad social de reconocer la sexualidad como parte integrante de la naturaleza humana, cosa que venía siendo negada por la ideología dominante desde la Edad Media.
2.
Al hacerlo, se brindaba una salida a la crisis sexual del victorianismo reflejada en la prostitución – única posibilidad de satisfacción libidinal de los hombres de las clases pudientes- y en los problemas psicopatológicos de sus mujeres.
3.
Por su formación judeo-cristiana (Merani, 1974), Freud abordó el estudio de la sexualidad con el criterio tradicional. Esto explicaría el porqué al rechazo inicial de las teorías freudianas le siguiera una amplia aceptación. El creador del psicoanálisis consideró que la única sexualidad normal era el coito heterosexual con finalidad reproductora, y definió como “perversiones” la totalidad de los demás actos sexuales; de esta manera, al común de los mortales, por lo menos durante la infancia, nos definió como “perversos polimorfos”.
4.
En consecuencia, el psicoanálisis aunque aceptó, e inclusive sobreestimó la importancia de la sexualidad en la vida humana, terminó proponiendo un modelo que no acepta el placer sino la urgencia de sublimarlo, ante los peligros de reprimirlo. Tal como lo señala Norberto Galli (1984), un educador sexual y sacerdote católico italiano: ” en el mundo contemporáneo, la corriente permisiva no tiene su epicentro en Sigmund Freud, como muchos piensan; después de todo, al médico vienés se le puede considerar como el educador del instinto” (SM). En igual sentido se pronuncia el doctor Pedro Guerrero cuando afirma: “Desde este punto de vista la escuela psicoanalítica, aunque inicialmente se muestra liberadora de la miseria sexual, termina muy pronto esclavizando al hombre al cambiar el concepto de pecado por el de anormalidad”(1985).
Hoy, de las teoría sexuales propuestas por Freud (aquí no se discute la probable validez del psicoanálisis en otras áreas), muy poco queda en firme a la luz del conocimiento científico. Sabemos que la naturaleza de la sexualidad infantil es cualitativamente distinta a la del adulto y que el médico de Friéberg se equivocó al considerar que desde el nacimiento, el bebé busca satisfacción erótica -tal vez en esto Freud se vio muy influenciado por las concepciones agustinianas-. De otra parte, períodos del desarrollo psicosexual como el de latencia, nunca han podido ser confirmados en estudios objetivos.
La teoría de la inferioridad sexual de la mujer, asociada por Freud al complejo de la envidia del pene, ha sido refutada con sólida argumentación por las mismas discípulas del psicoanálisis, ofendidas en su amor propio. Algunas de ellas, como la doctora Sherfey, han llegado a conclusiones completamente opuestas según las cuales, el deseo y la capacidad sexual femeninas son prácticamente insaciables, pero culturalmente se reprimen para hacer posible la maternidad (Sherfey, 1973 ).
Con respecto a la teoría de la homosexualidad, considerada por Freud al menos como un trastorno del desarrollo psicosexual normal, el psicoanálisis ha sido refutado no sólo por los recientes estudios genéticos, neuro-anatómicos y psicosociales, sino también por los mismos psicoanalistas homosexuales que finalmente decidieron dar el debate al interior de su disciplina (Lewes, 1988).
Es por todo esto que, analizando la crisis de las teorías freudianas y buscando definir su verdadero alcance, Edelson (1988), un prominente psicoanalista, ha escrito recientemente: “El psicoanálisis no es una psicología general. Ni siquiera es una psicología completa de la mente. Es apenas una rama de la psicología de la mente”. Y con respecto a las teorías de Freud sobre la sexualidad, agrega: “El psicoanálisis investiga la forma como el deseo sexual produce… fantasías…sexuales”.
La importancia de Kinsey y su grupo
En procura de un paradigma sexológico
Si sólo se considera el aspecto placentero de la función sexual humana, es decir, el erotismo, su estudio se denomina, más apropiadamente, erotología”. (Álzate, 1987). Como se planteó al comienzo, “La sexología es una disciplina sumamente compleja, puesto que tiene que ver, en mayor o menor proporción, con muchas otras ciencias y actividades humanas, como la biología, la antropología, la sociología, la sicología, el derecho, etc.
“Lato sensu, la sexología es el estudio científico de la sexualidad animal en general. Stricto sensu, es el estudio científico de todos los aspectos de la sexualidad y la función sexual humanas”.
Por ello es, simultáneamente, ciencia natural (biológica) y ciencia humana (cultural), aunque si se requiriera mayor precisión taxonómica, probablemente habría que clasificarla dentro de las ciencias del comportamiento”. (Álzate,1987).
Partiendo de los anteriores conceptos generales, se puede decir que el trabajo de los pioneros contemporáneos de Freud, y el mismo psicoanálisis, originaron un proceso en el cual la sexología ha venido construyendo, durante todo el siglo XX un paradigma que pueda servir de eje articulador a la multiplicidad de conocimientos que la investigación ha aportado con respecto a la sexualidad humana.
En este sentido, tal vez el primero en formular un modelo integrador distinto al propuesto por Freud, fue su amigo el médico inglés Havelock Ellis. De una manera aún muy rudimentaria, Ellis, quien alcanzó a publicar una obra enciclopédica y fuera un gran educador sexual en su tiempo, vislumbraba la necesidad de explicar no sólo lo que se ha dado en llamar la respuesta sexual humana, sino también el proceso de relación interpersonal que hace posible la actividad sexual. Esa visión está reflejada en su propuesta de entender la sexualidad en términos de: cortejo-tumescencia-detumescencia.
Albert Moll, también contemporáneo de Freud y uno de los primeros en debatir su teoría de la sexualidad infantil, propuso un modelo algo más complejo compuesto de cuatro fases, a saber: despertar de la voluptuosidad – equilibrio de la sensación voluptuosa – clímax de la voluptuosidad- declinamiento inmediato. No se requiere demasiada perspicacia para ver en esta formulación un antecedente directo del modelo de Masters y Johnson.
A su vez, al publicar en l942 su libro más importante “La función del orgasmo”, Wilhelm Reich incluyó su propia concepción sobre la respuesta sexual. Atrás había dejado las teorías de su maestro Freud para volcarse sobre el análisis de la que llamó “coraza caracterial”, principal obstáculo para alcanzar una adecuada “potencia orgásmica” la cual, a su vez es ejercida en los cuatro estados siguientes: Tensión mecánica – Carga bioeléctrica – Descarga bioeléctrica – Relajación mecánica.
Sin duda, el modelo de Masters y Johnson: excitación – meseta – orgasmo – resolución ha sido el que mayor divulgación y popularización ha logrado hasta llegar a convertirse, para muchos, en un dogma. El problema de este modelo, tal como lo ha señalado Helí Álzate, es el de su reduccionismo somático o periférico, al referirse, para definir cada uno de estos fenómenos, a respuestas puramente somato fisiológicas tales como: vaso congestión, contracciones musculares de los órganos genitales internos y externos, aumento de la frecuencia cardíaca y demás.
Helen Kaplan, una connotada psiquiatra y terapeuta sexual de la Universidad de Cornell, ya fallecida, propuso restar importancia a las fases de meseta y resolución por no considerarlas de utilidad clínica, pero adicionó la fase de deseo. Deseo – excitación – orgasmo son, en este nuevo esquema, los elementos que intentan explicar la dinámica de la sexualidad y los problemas o disfunciones que pueden presentarse en cada uno de estos niveles. Sin embargo, al igual que en el anterior modelo, esta formulación cae en el error de limitarse a descripciones de los fenómenos sexuales en términos meramente fisiológicos. Recientemente, se ha hecho evidente el interés por integrar estos dos últimos modelos en uno solo y ahora, Masters y sus colaboradores se preocupan por ubicar el deseo como un evento antecedente al ciclo de respuesta sexual propiamente dicho, a la par que dedican esfuerzos a explicar los hallazgos recientes sobre el amor y la relación entre amor y deseo (Masters, Johnson, Kolodny, 1994).
En este largo proceso hacia la unificación de un paradigma sexológico, ha sido un sexólogo colombiano quien ha elaborado un modelo mucho más comprensivo e integral, que define claramente el papel de la reproducción y del erotismo y abarca los tres diferentes planos o niveles de explicación posibles de la relación entre los componentes humanos de la función sexual: 1. Psíquico o central. 2.Somático o periférico. Externo o comportamental. Así mismo, establece las cinco fases posibles: 1. Apetitiva. 2. Relacional. 3. Estimulatoria. 4. Excitatoria, 5. Orgásmica. Por limitaciones de espacio y por la importancia del modelo propuesto, el cual seguramente constituye el aporte más significativo de la sexología latinoamericana al acervo del conocimiento científico en este campo, simplemente remito al lector al capítulo 5 de la obra “Sexualidad Humana”, de Helí Álzate (1987). Collins.
Educación sexual
De acuerdo con el decir de Haeberle, la educación sexual tal como hoy la entendemos, era desconocida hace 200 años. Durante el esclavismo y la época feudal en Europa, la sexualidad hacía parte integral de la vida y por lo tanto no era considerada un tema que mereciera atención e instrucción particular. Los niños compartían la vida de los adultos, dormían y se bañaban desnudos y como, independientemente de la clase social, no existía mayor privacidad y no existían tabúes sobre estos temas, los hechos de la vida sexual, incluido el coito y la gestación no eran un secreto para ellos. Una vez alcanzada la pubertad, los jóvenes de ambos sexos se consideraban listos para el matrimonio.
Iniciado el proceso de conformación de los burgos y cuando ya las clases en ascenso compartían alguna información impresa, la sexualidad no se trataba como un tema aislado, sino que se hablaba de ella clara y francamente, como parte de los hechos de la vida diaria. Al menos esto es lo que se puede observar en libros como el Colloquia Familiaria, de Erasmo de Roterdam, publicado en 1522.
Con el triunfo político de la burguesía en la Revolución Francesa, los educadores apelaron al nuevo gobierno para que aprobara la introducción obligatoria en las escuelas, de la educación a las mujeres sobre la menstruación, la gestación, el parto y el cuidado de los bebés, pero debido a la conservatización acelerada de las nuevas clases sociales, estos primeros intentos de educación sexual orientados por el Estado fracasaron y, poco tiempo después de su introducción, el tema de la sexualidad desapareció del currículo.
Durante la primera mitad del siglo XIX se publicaron varios manuales sobre el matrimonio, que, aunque contenían errores propios del estado del conocimiento de la época, asumían una actitud razonable acerca de la sexualidad e informaban sobre los métodos de anticoncepción existentes. La posibilidad de comprender mejor la separación entre las funciones erótica y reproductora de la sexualidad se abrió al iniciarse la producción industrial de los condones, luego del invento de la vulcanización del caucho hacia 1844, pero la reacción moralista del victorianismo, que ya hemos mencionado, no facilitó el que esa posibilidad se hubiera hecho realidad.
Sólo a finales del siglo pasado y en las primeras décadas de la presente centuria se pudo iniciar una labor de educación sexual con base en los primeros trabajos sistemáticos de investigación científica, sobre la naturaleza de la sexualidad humana, realizados por los pioneros de la sexología contemporánea. En este contexto, sin duda alguna, puede considerarse a Havelock Ellis como el padre de la educación sexual en nuestra época y a Magnus Hirschfeld como el principal promotor de la despenalización de las conductas sexuales consensuales que no sean nocivas, tarea que impulsó a través de la Liga Mundial para la Reforma Sexual. Este movimiento de reforma a los códigos penales, apoyado por personalidades de la talla de Bernard Shaw, Bertrand Russell y Thomas Mann, entre muchos otros, estuvo inspirado en las observaciones que Hirschfeld hiciera durante su visita a la Unión Soviética, en 1926, a donde había sido invitado por el gobierno Bolchevique para que conociera los efectos de las leyes sexuales adoptadas después de la revolución de 1917 (Wolff, 1986).
El ascenso del fascismo en Alemania significó la persecución a las ideas de Hirschfeld y de los demás pioneros de la sexología y de la educación sexual en Europa. Recordemos que, incluso el doctor Freud tuvo que mudarse a Londres. La segunda guerra mundial impidió entonces, la difusión de los planteamientos en pro de la educación sexual en los países en contienda. Suecia fue, de alguna manera, una excepción y por esta razón posee, tal vez, la trayectoria más importante en la implementación de planes de educación sexual (Meredith, 1988). El hecho de haber sido neutral en las dos guerras mundiales; el ser un país con una tradición religiosa no erotófoba; la particularidad de su desarrollo económico capitalista el cual, en medio de sus contradicciones, ha permitido mantener por años tasas altas de ingreso percápita, facilitando así que la población se preocupe de aspectos del bienestar personal que en las naciones del tercer mundo pueden aparecer como necesidades superfluas o de segundo orden, han hecho esto posible.
Ni por un instante se pueden olvidar las enormes diferencias de todo tipo entre los países del Norte de Europa y los de América Latina. Aunque algunos autores latinoamericanos se refieren, más con el deseo que con la razón, al fracaso de los planes y reformas a la educación sexual y en consecuencia proclaman “la contrarrevolución sexual sueca” de los últimos años, es evidente que esa nación ha superado con éxito, en medio de grandes controversias nacionales, muchos de los obstáculos que en países como Colombia aún no hemos siquiera planteado.
Por su parte, en los Estados Unidos, durante los años 60 y 70 confluyeron varios factores que crearon las condiciones para que la educación sexual recibiera un gran impulso. La comercialización de “la píldora” anticonceptiva permitió aclarar la realidad de la función erótica y su independencia de la función reproductora; el movimiento de liberación homosexual y el movimiento feminista contribuyeron al entendimiento de la necesaria equidad de género y de la no discriminación de las personas por razón de su orientación sexual; finalmente, el rechazo a la invasión norteamericana a Vietnam difundió la consigna de “hacer el amor y no la guerra”, la cual facilitó la transformación radical del comportamiento sexual en amplios sectores de la población. Colombia, por la dinámica de los propios cambios sociales de las últimas décadas y debido a la dominación cultural promovida desde los Estados Unidos, no fue ajena a ese proceso. Ahora, haciendo una síntesis evaluativa de lo que ha sido la experiencia con respecto a la educación sexual en varios países, balance que pudiera servirnos de punto de referencia, se podría afirmar:
- El Estado debe definir una política general de educación sexual, cuyos puntos centrales deben originarse en comisiones compuestas por autoridades académicas de reconocida trayectoria en el campo de la sexualidad humana.
- Los criterios generales deben someterse a la discusión amplia y democrática por parte de los partidos políticos, el parlamento, la iglesia y las organizaciones religiosas, las instituciones ciudadanas interesadas, los padres y los educadores.
- No es posible acertar en la identificación de los propósitos y alcances de la educación sexual si no existe investigación científica que permita partir de la realidad de la vida sexual de la población.
- Debe existir una clara orientación y se deben crear las condiciones materiales para desarrollar programas adecuados de capacitación de los educadores sexuales.
- El proceso de surgimiento y consolidación de programas nacionales de educación sexual toma décadas y requiere de constante evaluación.
En nuestro país, al establecerse la educación sexual formal obligatoria, no se previó partir de ninguno de estos cinco puntos.
El Plan Nacional de Educación Sexual
Para quienes hemos seguido con detenimiento la génesis e implementación del PNES está claro que, sin desconocer el inmenso esfuerzo intelectual y la laboriosidad de sus creadores, éste fue el fruto apresurado de la necesidad de responder a los términos fijados por la Corte Constitucional para presentar el proyecto que se concretó en la Resolución 3353 de 1993.
Ni el Proyecto de Ley sobre Educación Sexual, presentado al Congreso por la Representante Yolima Espinosa en 1991; ni la contrapropuesta presentada por el Grupo de Sexualidad Humana de la Universidad de Caldas (Álzate, Useche, Villegas; 1992); ni el Plan Nacional de Educación Sexual del presidente Gaviria, impulsado por una de sus Consejerías y del cual, en cierto modo, es heredero el plan actual del Ministerio de Educación, fueron discutidos amplia y oportunamente. El Congreso de la República se limitó a remitir las propuestas al entonces Proyecto de Ley General de Educación, en donde finalmente la educación sexual quedó establecida como área obligatoria (Artículo 14).
La “consulta nacional de expertos” (en realidad la inmensa mayoría de los asistentes no lo era por la sencilla razón de que en Colombia no los hay en tal cantidad) realizada por el MEN nunca llegó a un consenso, ni siquiera a unos acuerdos mínimos en torno a los lineamientos para un plan nacional, simplemente porque esa fue la primera ocasión en que se confrontaron por parte de los ponentes posiciones tan disímiles en torno a la sexualidad y a la educación sexual. Las conclusiones de esta reunión reflejan una diversidad de opiniones, de las cuales el Ministerio tomó los elementos que consideró útiles para la elaboración del plan cuyo análisis hoy nos ocupa.
Todo lo anterior explica por qué el país no tiene consciencia de la importancia de la introducción de la educación sexual en la educación formal, ni claridad acerca de la manera en que tal educación deba implementarse, y por qué razón, el magisterio colombiano se puede sentir tomado de sorpresa ante el requerimiento de elaborar Proyectos Educativos Institucionales que contengan las acciones pedagógicas relacionadas con la educación sexual, según ha quedado reglamentado en el Decreto 1860 de 1994.
Los Objetivos Del Plan
Existen dos tendencias extremas que coinciden en la absoluta sobreestimación de los efectos del PNES. La una, representada en los autores y defensores del plan ya en marcha, supone que será posible solucionar gran parte de los problemas relacionados con la sexualidad que aquejan a nuestra sociedad. La otra tendencia, expresada en las posiciones de las personas y organizaciones más tradicionalistas y conservadoras, está convencida que sólo se acrecentarán las calamidades como consecuencia del quebrantamiento moral que sobrevendrá a la implementación del plan.
La visión optimista, se refleja en las palabras del doctor Pedro Guerrero, coordinador del PNES: “Nuestra experiencia nos indica que la única manera de prevenir una iniciación prematura en el sexo, los embarazos indeseados y los abortos, el abuso y la violación de menores, el madre solterismo y el abandono de los niños, el maltrato infantil, los matrimonios prematuros, las enfermedades de transmisión sexual y el SIDA y los futuros conflictos de pareja, es justamente una educación sexual que se fundamente en el respeto por los otros y por sí mismo, en el amor y en la responsabilidad de todos los actos de nuestra vida”. (Guerrero, 1993).
La visión pesimista, casi apocalíptica, es evidente en titulares como los siguientes: “El Plan Nacional de Educación Sexual, un intento de pulverizar la formación cristiana de la juventud”. “La educación sexual amoral, procaz e impúdica, corrompe las costumbres, favorece las perversiones y descompone al país”. (TFP, 1994). O en este otro título: “El Plan Nacional de Educación Sexual ¿Educación o Corrupción Sexual?” (Jiménez, Garzón, 1994).
Ambos puntos de vista se explican por la obsesión axiológica que, según José Fernando Ocampo (1994), recorre a Colombia. Ambos consideran que el objetivo principal de la educación en general, y de la educación sexual en particular, es el de mantener o cambiar valores dentro de la concepción de que la escuela es una institución que tiene como misión propagar simplemente una ideología, una determinada forma de pensar y de comportarse. De esta manera, los partidarios de la educación centrada en lo axiológico no aceptan que la formación de valores está determinada por factores socioeconómicos, políticos, religiosos y familiares que se escapan del dominio de la educación formal; y de paso se oponen a la transmisión y generación de conocimiento científico como eje de la actividad educativa.
Al enfatizar el cambio de valores y actitudes, al no ser claro con respecto a los valores religiosos, y por considerarlo amenazante para sistemas de valores vigentes en sectores importantes de la población, el primero de los objetivos del PNES se ha convertido en el más polémico de todos: “Propiciar cambios en los valores, conocimientos, actitudes y comportamientos relativos a la sexualidad…, guardando el debido respeto que merecen las creencias y valores populares”.
En un país como Colombia, los valores religiosos tienen un arraigo social y antropológico que los hacen de alguna manera, y en esto tienen razón los católicos que lo han planteado, parte de la nacionalidad. En este sentido, y hay que expresarlo de manera categórica, ningún programa de educación sexual debe tener como objetivo alejar a las personas de sus principios religiosos.
Sería menos conflictivo, aunque siempre existirá quien se oponga a cualquier tipo de educación sexual, si el objetivo central único de un programa educativo de esta naturaleza se definiera en términos de propiciar un proceso formativo en el cual se le brinden a la persona, de acuerdo con su desarrollo intelectual y emocional, los conocimientos científicos que le permitan superar la ignorancia sexual y la ansiedad y confusión que esa ignorancia genera. Al mismo tiempo, esa formación con fundamento científico facilitará la adquisición de una actitud comprensiva, tolerante y respetuosa hacia las opiniones y conductas de los demás, mientras no sean nocivas.
Lógicamente, esta formulación parte del convencimiento de que el conocimiento no tiene necesariamente porqué modificar los valores y mucho menos el comportamiento, y de que creencias religiosas y conocimientos científicos pueden coexistir en muchas personas, siempre y cuando no se mezclen, pues obedecen a razonamientos de distinta naturaleza. Tal como lo aclara el teólogo jesuita Alberto Múnera (1993), desde su punto de vista religioso: “Erróneamente se pensó que manteniendo ocultos los datos científicos de diversas áreas referentes a la sexualidad, se evitarían conductas indebidas.”
Finalmente, una educación sexual con fundamento científico debe contribuir a que la persona adquiera la capacidad de decidir conscientemente en qué momento ejercer la función sexual en sus modos erótico y reproductor. Es probable que, para algunas personas, quien se atreve a aceptar el hedonismo sexual debe ser reencarnación de Asmodeo. Sin embargo, es aún más probable que, con el tiempo, sea posible reconocer desde un punto de vista religioso, la bondad del placer sexual. Bien dice el Padre Múnera que no es necesario: “Pecatizar y demonizar el erotismo” y que, “en razón de la bondad intrínseca de todas las cosas, es evidente que la realidad humana del placer también tiene que ser calificada de buena. Ningún placer puede ser calificado de malo, estructuralmente considerado. Tampoco, por supuesto, el placer sexual” (Múnera,1993). Al fin y al cabo, hace años que el padre Teilhard de Chardin (1956) integró a su cosmovisión la teoría de la evolución de las especies, aceptando uno de los logros científicos más difíciles de aceptar para el pensamiento religioso.
Un punto que toca con los objetivos y que exige absoluta claridad es el relacionado con el control natal (objetivo 4 del PNES). En medio de la controversia suscitada por el Plan del Ministerio de Educación, otro jesuita, el Padre Álvaro Jiménez (1994) ha citado documentos que plantean que la administración Clinton y el Banco Mundial ordenaron, con fines estratégicos, a los países hispanoamericanos legalizar el aborto y mantener bajas las tasas de nacimientos. La acusación no podía ser más grave. De ser cierto, además, como lo sugiere Tradición, Familia y Propiedad (1994), que hubo una colusión entre el gobierno de Gaviria y la Corte Constitucional para el impulso y puesta en marcha del PNES, estaríamos ante una situación inadmisible que modificaría por completo el contexto en el que se está discutiendo la viabilidad de la educación sexual en Colombia. Tendría vigencia de nuevo la teoría del “Complejo de Layo”, magistralmente expuesta por el doctor Hernán Vergara en la década de los 70.
El Currículo
La idea de “impregnar el currículo”, desde preescolar hasta la secundaria, propuesta en la consulta convocada por el Ministerio de Educación por la Asesora Regional de Educación en Población (De Moyano, 1993), fue la guía adoptada para la estructura curricular del PNES. Este enfoque requiere para su materialización una serie de condiciones que no existen en nuestro país: maestros debidamente formados, guías y textos de apoyo adecuados y suficientes, conocimientos e identidad de criterios entre los miembros de la comunidad escolar, y un absoluto dominio de la psicología del desarrollo, de tal manera que se puedan identificar los niveles adecuados de desarrollo cognoscitivo en los estudiantes, para presentar los conceptos y contenidos pertinentes.
En la vida real, los ejes, los énfasis y las guías de contenido para cada uno de los grados escolares presentados por el PNES son sólo una formulación abstracta e ideal, que poco o nada orientan al maestro sobre la forma como debe abordar la educación sexual. A esta objeción se podría responder con el argumento de que “en la construcción de un proyecto de educación sexual debe participar la comunidad educativa: personal administrativo, rectores, docentes, padres de familia y alumnos desde el preescolar hasta el grado once…” (PNES. Pág, 2), con lo que simplemente se está trasladando el problema a muchos de quienes menos capacitados se encuentran para afrontarlo. El PNES reduce y simplifica de tal manera los contenidos, que difícilmente un constructivista serio se comprometería a defender la estructura curricular propuesta.
La Metodología
Al igual que en el programa de la Presidencia de la República, el PNES absolutiza el taller como alternativa metodológica, en oposición a la asignatura tradicional. Dentro de la perspectiva de implementar los talleres en educación sexual, probablemente el mejor sustentado en Colombia es el “Modelo de Reeducación Sexual”, de la Asociación Salud con Prevención; sin embargo, veamos cuál es su concepción: “En el taller básico, los ejercicios y guías se hacen con contenidos referidos a la sexualidad, pero estos contenidos no se discuten en sí mismos, sino que se toman como gancho para evidenciar o ejemplificar las posiciones frente al concepto de fondo… Una vez contestadas las preguntas, enfocamos nuestro interés no hacia el contenido de la respuesta, sino a la forma como cada respuesta ha sido construida, cómo la han establecido como verdad, con cuáles métodos, con cuáles niveles de generalización y predicción…” (Guzmán, 1992).
En educación, mientras los conocimientos estudiados deben ser los más avanzados, las metodologías y las didácticas no pueden ser impuestas, menos ahora que la autonomía escolar debe ser la piedra angular de la actual reforma educativa. Por lo tanto, el PNES, en lugar de promover una metodología constructivista, debería limitarse a establecer unos lineamientos generales, exigir que los contenidos de la educación sexual posean el mayor rigor científico y permitir a las instituciones educativas la libertad para seleccionar, emplear, crear y diseñar las metodologías, enfoques pedagógicos y didácticas que consideren más adecuadas.
La formación de educadores sexuales
Este es un aspecto definitivo en el desarrollo de cualquier programa de educación sexual. Se requieren educadores “con sólidos conocimientos en las principales áreas de la sexología, y aptitudes pedagógicas para idear, organizar y desarrollar programas colectivos o individuales, formales e informales de educación sexual positiva para individuos de diversas edades y niveles educativos” (Álzate, 1987). Educadores con una clara consciencia de sus fortalezas y limitaciones, con un criterio ético claramente definido y con un inmenso respeto por la vida sexual propia y de los demás.
Hasta el momento, en la práctica, la formación de educadores sexuales brindada por el Ministerio se ha limitado a unos cuantos talleres para exponer la filosofía y contenido del PNES, y a cursos cortos contratados con ONGS, algunas de ellas con bajo nivel y poca experiencia en este tipo de capacitación. Paradójicamente, y en contra de los temores de los colegios católicos de que se les impusieran criterios de educación sexual por parte del Estado, ha sido Conaced, la Asociación de colegios católicos, la llamada por el Ministerio para dictar cursos a los maestros del sector oficial.
De otra parte, se han iniciado varios postgrados en educación sexual. Lamentablemente, muchos de ellos obedecen al simple interés de responder a la demanda originada por la resolución 3353 del MEN, sin que muchas de las instituciones que ofrecen estos programas posean los recursos, especialmente los recursos humanos, suficientes. Tal parece que, de la noche a la mañana, Colombia amaneció poblada de “expertos”, “sexólogos” y “educadores sexuales”. De continuar esta tendencia, las perspectivas son bastante obscuras y el remedio puede resultar peor que la enfermedad. La única manera de corregir el rumbo es aceptar que la formación de los docentes es el eslabón fundamental y que, por lo tanto, merece toda la atención y requiere de planes a corto, mediano y largo plazo, claramente definidos.
Algunas Conclusiones
Mientras que el siglo XIX fue testigo del debate que buscaba la recuperación de la función sexual que había sido negada al ser humano en épocas anteriores, al siglo XX le correspondió el surgimiento de la sexología como ciencia; y al siglo XXI le corresponderá el establecimiento definitivo de la educación sexual en los currículos de cualquier país civilizado. La educación sexual debe ser la respuesta a la necesidad de conocimiento y formación en un área, que sin ser la única ni la más importante, es parte de la vida diaria de las personas.
La educación sexual debe fundamentarse en el avance de la ciencia sexológica, la cual no aparece espontáneamente, ni se “construye” en un proceso “dialogal” con la comunidad educativa, sino que es el resultado del esfuerzo investigativo de los científicos. La debilidad de la educación sexual en Colombia y, en general en América Latina está en proporción directa con el incipiente desarrollo de la sexología, situación que se ve reforzada por la tendencia a suplantar el conocimiento científico con el discurso ideológico y por el facilismo con que cualquier profesional se autoproclama “sexólogo”, “educador”, o “terapeuta sexual”.
El PNES debe ser sometido a la amplia discusión que no tuvo antes de su elaboración, especialmente dentro del magisterio colombiano, para luego replantearlo a la luz de los nuevos elementos que surtan de esa confrontación. En particular, se deben tener en cuenta en esta discusión los planteamientos sobre lo innecesario de ofrecer educación sexual durante los doce años de la educación básica, especialmente durante el preescolar, y sobre la posibilidad de precisar los contenidos básicos de acuerdo con los niveles educativos, sin necesidad de impregnar de manera formal todo el currículo.
El gobierno tiene la responsabilidad de garantizar la calidad de los programas de formación de educadores sexuales, para lo cual puede apoyarse, principalmente, en las universidades del Estado de reconocida trayectoria en esta área del conocimiento. No es conveniente facilitar la proliferación de especializaciones de educación sexual a distancia, ni dejar los programas en manos de profesionales sin seria formación académica en este campo.
La educación sexual no debe confundirse con el adoctrinamiento, la manipulación y la ambigüedad. Por el contrario, la educación sexual deberá fomentar el respeto por los principios religiosos y la vida íntima de las personas. Los conocimientos que se suministren deberán estar circunscritos al marco científico, deberán cubrir tanto los aspectos biológicos como los socioculturales de la sexualidad, y deberán analizar las relaciones entre la función sexual humana, los aspectos afectivos y el amor.
En fin, en estos tiempos, la educación sexual no puede limitarse a la “Instrucción y consejo para la joven novia” ofrecidos en épocas no muy lejanas y que incluían, entre otras, la siguiente advertencia: “Irónicamente, para la joven y sensible mujer que ha tenido los beneficios de una virtuosa educación, el día de la boda es al mismo tiempo el más feliz y el más aterrador de su vida. La felicidad proviene del acto mismo de la boda, ceremonia donde la novia es la atracción central, pues el festejo simboliza su triunfo al haber conquistado un hombre que le satisfaga todas las necesidades por el resto de su vida. La noche de bodas, por el contrario, es una noche de horror en la cual la novia debe encarar por primera vez, la terrible experiencia del encuentro sexual. ” (Smythers, 1894).
*Este articulo corresponde al primer capítulo del libro 5 Estudios de Sexología. Manizales, Colombia: ARS Ediciones. Useche, B. (1.999). Educación sexual con fundamento Científico. En: Useche, B. (1.999)
Apartes de este texto fueron presentados, a manera de ponencia, en el “2º Congreso Pedagógico Nacional”, realizado en Bogotá del 1º al 5 de noviembre de 1994, y una primera versión apareció en las memorias de dicho evento. La revista Deslinde (No.21) publicó este artículo en septiembre de 1997.
Segundo Estudio
Conducta sexual de los adolescentes
Desde hace algo más de 20 años se ha estudiado en la Universidad de Caldas la conducta sexual de universitarios y estudiantes de bachillerato (Álzate, 1977, 1978, 1982, 1984, 1989, 1996; Useche, Álzate y Villegas 1990; Álzate y Villegas, 1994).
El propósito principal de esta línea de investigación ha sido el de describir y tratar de explicar el comportamiento sexual de los jóvenes, con el fin de diseñar y desarrollar programas de educación sexual positiva que tengan en cuenta la realidad de su vida sexual y, por lo tanto, que puedan contribuir de manera significativa a su formación. El presente estudio se fundamenta en la investigación realizada para la disertación doctoral del autor (Useche, 1995)
Contexto Sociocultural
Esta investigación se realizó en las ciudades de Manizales (370.000 habitantes), Chinchiná (55.000 habitantes) y Anserma (40.000 habitantes), localizadas en la principal región cafetera de Colombia, la cual, desde el punto de vista etno-geográfico, hace parte del llamado “complejo cultural antioqueño”, tradicionalmente caracterizado por la existencia de familias extensas, con un alto grado de religiosidad, una marcada diferenciación en los roles de género y en los criterios de ética sexual para hombres y mujeres (Gutiérrez de Pineda, 1975).
Parece que, a la par con el proceso de descomposición social y familiar experimentado en los últimos años, como consecuencia de las políticas de apertura económica, ha habido un cambio drástico con respecto a los criterios y normas que guían la vida sexual de los habitantes de la región, pero. este proceso no se ha documentado de manera suficiente, en particular, los estudios previos de Álzate, ya mencionados, muestran una tendencia de liberalización de la conducta sexual de las mujeres jóvenes, quienes progresivamente han abandonado los rigurosos criterios de abstinencia premarital impuestos en el pasado, a la vez que han optado por un patrón de comportamiento sexual orientado por la “permisividad amorosa”, el cual justifica la actividad sexual siempre y cuando la persona se encuentre enamorada.
La prostitución ha tenido un papel importante en la vida sexual de los hombres de esta región. No se debe olvidar que, por regla general, estas poblaciones fueron fundadas en torno a una iglesia, una plaza de mercado y una zona de tolerancia. Como bien lo señala Virginia Gutiérrez: “Los adolescentes antioqueños crecen atraídos antagónicamente entre dos polos: el paradigma de castidad, cristalizado en un amplio santoral que lo reprime y moldea ascéticamente, y la estampa de la prostituta que lo invita al `pecado´ de traducirse biológicamente ante la cultura”.
Sin embargo, al cambiar y hacerse mucho más liberales las actitudes y las conductas sexuales femeninas, es plausible, como también lo demostró Álzate, que en los últimos años empezara a observarse una drástica reducción del coito con prostitutas como forma de iniciación sexual de los varones.
Aunque la homofobia ha prevalecido y continúa siendo un denominador común en la ideología de los caldenses, es innegable que ante la himenolatría y la rígida protección de la virginidad de las jóvenes “de buena familia”, la conducta homosexual subsistió en un porcentaje no despreciable de quienes se iniciaban en la satisfacción de sus necesidades eróticas (Botero, 1980).
Debe subrayarse también el papel jugado por los medios de comunicación, en el proceso reciente de cambios en la superestructura, en lo que concierne a la sexualidad. Al igual que en Estados Unidos y por cuenta de la colonización cultural promovida por este país, en Colombia “la televisión y otros medios se han convertido para los adolescentes en una fuente importante de educación sexual” (Braverman, Strasburger, 1993). De hecho, nuestra programación de televisión es, en buena parte, sólo una retransmisión de programas norteamericanos y una simple difusión de sus valores y de su estilo de vida.
Adolescencia y Sexualidad
Actualmente se acepta que la adolescencia es un estado de transición psicosocial, determinado por la cultura que se vive paralelamente y en relación con el fenómeno biológico de la pubertad. Según Steimberg (1993), en la adolescencia, a la vez que se experimentan una serie de transiciones biológicas, cognoscitivas y sociales, se desarrollan 5 procesos psicosociales que contribuyen de manera decisiva a la estructuración de la personalidad del adulto. Esos procesos giran en torno a la necesidad individual de integración de las siguientes cinco dimensiones: Identidad, Autonomía, Intimidad, Logro y Sexualidad.
En consecuencia, se trata de una etapa de la vida bastante compleja cuya completa comprensión se escapa de los propósitos de este artículo. Incluso hay aspectos de la sexualidad adolescente que no son tomados en cuenta en este trabajo, no obstante que son fundamentales. Tal es el caso de los procesos de desarrollo de la identidad y del rol socio- sexual, y la evolución de la orientación sexual u orientación erótica.
Con respecto a la sexualidad y desde la perspectiva que nos sirve de marco conceptual, la adolescencia puede definirse como un período de iniciación en la vida erótica y de aprendizaje de la función sexual adulta (Álzate, 1997). La actividad sexual de los jóvenes es motivada principalmente por el desarrollo del apetito sexual, el que a su vez depende básicamente de la acción de la testosterona, “la hormona del deseo”. En este sentido, Richard Udry (1987) ha documentado, muy bien, como los adolescentes de ambos sexos con niveles más altos de andrógenos reportan mayor frecuencia de fantasías eróticas, masturbación y otras actividades sexuales; sin embargo, es innegable que el comportamiento sexual no sólo se ve reforzado o restringido por el grado de permisividad del medio social en el que se vive sino que, en particular, la vida sexual del adolescente está determinada también por los distintos procesos de socialización, la naturaleza de la interacción con los amigos y las complejas influencias ejercidas por el grupo.
En nuestro medio y para los efectos del presente estudio, la adolescencia abarca desde el comienzo de la pubertad, hacia los 13 años, la edad mediana de la menarquia y la torarquia en los jóvenes de la región que aquí se estudia, hasta los 18 años, cuando se obtiene legalmente la mayoría de edad. En la medida en que para los hombres la primera eyaculación (torarquia) significa generalmente el primer orgasmo y para las mujeres la primera menstruación no está asociada a una experiencia sexualmente placentera, se marcan desde un primer momento importantes diferencias de género en cuanto a la conducta sexual durante este período del desarrollo, siendo, según estudios previos, los 18 años, la edad mediana del primer orgasmo en las mujeres, se puede afirmar que mientras para los hombres la pubertad se inicia con un orgasmo, para ellas el término de la adolescencia es apenas el comienzo de su vida erótica. Sin embargo, como lo demostró la presente investigación, la edad mediana del primer orgasmo en las mujeres tiende a ser menor en la actualidad.
Método
Muestra
Los sujetos del presente estudio fueron 379 hombres y 603 mujeres, estudiantes de los grados 10º y 11º de diversos establecimientos educativos de las ciudades de Manizales, Chinchiná y Anserma, en el Departamento de Caldas, Colombia. Este tipo de muestreo grupal no probabilístico (Kinsey, Pomeroy, Martin, & Gebhard, 1953), ofrece mayor validez en los resultados que los muestreos, cuando se investigan temas tan íntimos y personales como la conducta sexual, siempre que en el estudio acepte participar la mayoría de los miembros de cada grupo.
Procedimiento
La recolección de los datos se realizó en los meses de octubre y noviembre de 1994 y se utilizó, básicamente, el mismo procedimiento empleado en el desarrollo de esta línea de investigación en la Universidad de Caldas. En primer lugar, se conformó un grupo con estudiantes del curso regular de sexología, en quinto semestre de medicina, los cuales recibieron preparación sobre la forma apropiada de motivar e instruir a los sujetos, a los que se les administraría una versión de 50 items del “Cuestionario de Comportamiento Sexual” elaborado por Álzate, Useche y Villegas (1990).
Igualmente, se les preparó de manera conveniente para desarrollar la sesión previa, que consiste en una charla sobre sexualidad humana con base en un guión y un set de diapositivas elaboradas por Useche y Gil (1994), charla que se acompaña de una amplia sesión de preguntas y respuestas con el objetivo de hacer la motivación pertinente y de aclarar los conceptos y términos que se emplean en el cuestionario. Por último, se administraron los cuestionarios, previa autorización de las respectivas instituciones educativas y luego de garantizar el anonimato y el carácter voluntario de la participación en el estudio. Los resultados fueron analizados con el programa estadístico SPSS (Norusis, 1991). El nivel de significación establecido fue p< .01
Resultados
Iniciación sexual
La edad promedio de los jóvenes estudiados fue de 16.8 años y la desviación estándar de 1.5; confirmando los estudios anteriores acerca de los eventos que se consideran determinantes del comienzo de la pubertad, la edad mediana para la menarquia y la torarquia fue de 13 años. Estas edades han permanecido constantes durante los últimos l0 años. Así mismo, la edad mediana de la primera masturbación, el primer orgasmo y el primer coito fue para los hombres de 13, 14 y 15 años respectivamente y para las mujeres de l4, 15 y 16 años. Es decir, los varones se adelantan en 1 año a las mujeres en cada una de estas primeras experiencias sexuales. Pero, además, al comparar estas edades medianas del primer coito con las de estudios realizados por nuestro grupo de investigación en años anteriores, encontramos que los adolescentes están perdiendo su virginidad a edades más tempranas.
Así, la edad mediana del primer coito para los hombres fue en 1975 de 17 años, en l985 de 16 años y en el presente estudio (datos de 1994) de 15 años. Por su parte, la edad mediana del primer coito vaginal para las mujeres en 1975 y en 1980 fue de 20 años, en1985 y 1987 de 19 años, en 1990 de 18 años y en 1994 de 16 años.
Una visión más completa de las edades en que se van presentando cada una de estas experiencias, según los datos obtenidos en el presente estudio, se presenta en la Tabla 1.
Se puede observar, también, que a la edad de 18 años el 62.1% de los hombres y el 29.6% de las mujeres han participado en coito vaginal. Esta diferencia genérica es estadísticamente significativa, como ocurre con otras actividades sexuales que se presentarán más adelante.
Aquí, estas cifras nos permiten afirmar que, si bien un 70% de las jóvenes no ha perdido su virginidad, la mayoría de ellas (58%) y la casi totalidad de los hombres (92%) sí han experimentado orgasmos. Es decir, se verifica una de nuestras hipótesis centrales para este trabajo: que la adolescencia es un periodo de iniciación en la vida erótica, proceso natural motivado como lo han demostrado, entre otros, Richard Udry y sus colegas (1985,1986,1987) por la intensidad del deseo sexual y los altos niveles de testosterona circulantes que caracterizan la pubertad. Este proceso de iniciación sexual se verá facilitado o reprimido por el grado de permisividad existente en el medio social y por las particularidades del desarrollo psicológico del adolescente.
Algunos investigadores se empeñan en negar esta realidad. Por ejemplo, Hajcak y Garwood (1986, 1988) insisten en que el deseo sexual no existe en los adolescentes, o es de muy baja intensidad, y sólo se incrementa artificialmente por necesidades emocionales y psicosociales, sin ningún carácter sexual, las cuales pueden y deben ser controladas.
Otros, pretenden demostrar que la iniciación sexual en la adolescencia está asociada a circunstancias y comportamientos negativos tales como pobreza, alcoholismo y uso de drogas, o bajo nivel educativo de la madre. Más aún, la tendencia en el campo de la salud pública parece ser la de considerar que la iniciación sexual en la adolescencia es, en sí misma, una conducta de riesgo como lo pueden ser “el uso de substancias y la delincuencia juvenil” (Ku, Sonenstein, Pleck, 1993).
En lo que se equivocan muchos de estos autores es en la no aceptación de que las primeras experiencias sexuales, en la juventud, son la expresión del desarrollo sexual normal, y en no entender que la iniciación sexual puede ser objeto de una decisión consciente y racional por parte de los jóvenes. En un momento en que países como Colombia discuten si se debe declarar la mayoría de edad a los 16 años, todavía hay quienes consideran que se puede reemplazar a los jóvenes en las decisiones sobre su vida sexual. Ahora bien, como es evidente en las estadísticas presentadas en este trabajo, un porcentaje importante de esos adolescentes no tienen prisa por iniciarse sexualmente, y por supuesto, están en el pleno derecho de no hacerlo. Para algunos, sin embargo, el deseo sexual será tan intenso que, aunque conscientemente opten por la abstinencia, tendrán que luchar con sus fantasías y sueños eróticos.
Motivos y tipo de parejas para el primer coito
Es interesante conocer “el porqué y con quién” se tiene la primera experiencia coital, tal vez la conducta de iniciación sexual más importante, dado el papel central otorgado tradicionalmente por la cultura a la virginidad. Las Tablas 2 y 3 corresponden a las diversas razones para haber practicado o haberse abstenido de practicar el coito por primera vez, las cuales confirman las diferencias de género que se habían detectado en estudios anteriores. Es importante anotar que algunos estudiantes, aunque no se incluía esta pregunta en el cuestionario, tomaron la iniciativa de informar que habían sido forzados a tener su primera relación sexual:
Como se puede observar, estos datos muestran que el 60% de los varones tiene la primera relación motivados por simple deseo sexual, mientras que el 60% de las mujeres lo han hecho por amor. Esta diferencia genérica es desventajosa para la mujer pues ella, generalmente, cree que su compañero también está enamorado. Por el contrario, la realidad enseña que el hombre, en muchas ocasiones simplemente miente respecto de la intensidad del afecto para con su pareja, con tal de acceder a la actividad coital. Así lo señalan Berganza, Peyre y Aguilar (1989) en un artículo sobre embarazo en adolescentes guatemaltecas: “Los muchachos tienen una inclinación muy grande hacia la sexualidad puramente `recreacional´, mientras las chicas tienden a involucrarse afectivamente con sus amantes. Mientras el noventa y seis por ciento de las jóvenes sexualmente activas planeaba casarse con su actual compañero sexual, sólo 5.5% de los muchachos estaba planeando hacerlo”.
La situación es exactamente la misma en los estados Unidos. Los autores de Sex in America dicen en su reporte final: “De hecho, la mayoría de los hombres dijeron no haber estado enamorados con su primera compañera sexual… ninguna mujer dijo que tuvo su primera relación por placer sexual” (Michael, Gagnon, Laumann, y Kolata, 1994). De acuerdo con este razonamiento, en el presente estudio se encontró que para el 62.5% de los hombres la primera relación tuvo como pareja una “amiga” y para el 83% de las chicas su primer compañero sexual fue su “novio”. Curiosamente, también confirmamos que mientras las prostitutas han dejado de ser las mujeres con quienes se perdía la virginidad (actualmente sólo un 5% de los varones se inicia en un burdel), las primas u otras familiares han sido las primeras parejas sexuales para uno de cada l0 de los hombres estudiados. En contraste, sólo el 2.4% de las mujeres se inició sexualmente con alguien de la familia. Todas estas diferencias de género acerca del tipo de compañero en el primer coito fueron estadísticamente significativas.
Por su parte, al examinar las razones de adolescentes hombres y mujeres para permanecer vírgenes, llama la atención que los preceptos y convicciones religiosas no son prácticamente tenidas en cuenta como argumento para sustentar esta decisión, e igual cosa ocurre, con lo que pueda significar para los padres esta primera experiencia de los adolescentes (Tabla 3).
Esta conclusión refuerza nuestra hipótesis de que es muy difícil pretender controlar la vida sexual de los jóvenes y que lo más conveniente es proporcionar la educación sexual y los elementos de juicio necesarios para que ellos puedan tomar decisiones racionales sobre su conducta, con la seguridad que mientras algunos optarán por la continencia, otros podrán iniciar su vida sexual de manera consciente y responsable. No es extraño entonces que la mayoría de quienes permanecen vírgenes, es decir más del 60% de los varones y del 70% de las mujeres, no hayan practicado el coito, simplemente, porque no han querido o no se sienten preparados para hacerlo.
Actividades sexuales
Encontramos que no sólo la mayoría de los adolescentes son sexualmente activos, aunque existen importantes diferencias de género, sino también que la variedad de conductas sexuales practicada por los jóvenes de nuestro estudio es muy grande y cubre prácticamente todas las posibilidades: masturbación, coito vaginal, coito rectal, actividades buco-genitales (felación y cunilinto), actividades sexuales en grupo, actividades sexuales con animales y actividades homosexuales.
Al igual que en los estudios anteriores a los que hemos hecho referencia, las diferencias de conducta sexual entre hombres y mujeres coinciden con las diferencias de género en la frecuencia del deseo sexual. Parece entonces que, si bien existen diversos factores que podrían asociarse al comportamiento sexual adolescente, la motivación consciente por obtener placer sexual y la intensidad de esa libido constituye la principal explicación de la existencia de las diferentes prácticas sexuales. En general, puede afirmarse que los varones sienten 2 veces más deseo sexual que las mujeres (por ejemplo, el 84,1% de ellos experimentan deseo por lo menos una vez a la semana, lo cual ocurre en un 43.5% de ellas (p<.001) y que esa diferencia en la frecuencia libidinal se refleja en el comportamiento sexual mucho más activo de los hombres.
El siguiente cuadro (Tabla 4) permite visualizar la incidencia observada de cada una de las actividades sexuales en los adolescentes de ambos sexos:
Un análisis de los datos obtenidos revela, una vez más, que la masturbación es una práctica universal entre los adolescentes varones; es probable que el pequeño porcentaje que aún no se masturba corresponda a los más jóvenes; es más, este porcentaje coincide con el porcentaje de quienes aún no alcanzan la torarquia a la edad de 18 años (ver la primera tabla sobre la incidencia cumulativa de la edad de las primeras experiencias sexuales).
Entra las mujeres, al comparar con estudios anteriores, se observa que en los últimos años ha aumentado el número de las que practican la masturbación, aunque, si se tiene en cuenta sólo a las que se autoestimulan hasta el orgasmo, el porcentaje se reduce considerablemente. En la presente investigación, casi un 40% de las chicas nunca ha alcanzado el orgasmo durante la masturbación. Esto nos indica que, aunque cada vez más mujeres jóvenes se atreven a estimular sus zonas erógenas, lo hacen muchas veces a manera de exploración y se conforman con obtener niveles de excitación previos al clímax sexual.
Por su parte, aproximadamente 2 de cada 3 varones y 1 de cada 3 mujeres han tenido coito vaginal, al terminar la secundaria. Es interesante anotar que se encontraron, también, diferencias genéricas en la frecuencia del orgasmo alcanzado en el coito: una de cada l0 mujeres nunca ha llegado al orgasmo durante este tipo de actividad sexual, y una de cada dos sólo llega al clímax, en pocas ocasiones, durante el coito vaginal. Para los hombres, en general, se puede afirmar que no tienen mayor dificultad en obtener el placer orgásmico con la penetración vaginal; varios factores psicosociales pueden estar presentes en éste, uno de los problemas básicos de la sexualidad femenina; sin embargo, una explicación probable puede estar relacionada con los hallazgos sobre la erogenicidad vaginal, estudiada por el doctor Helí Álzate( Álzate, Useche y Villegas, 1989) en la Universidad de Caldas, según los cuales, durante el coito vaginal no hay suficiente estimulación, en las zonas erógenas de las paredes vaginales, para provocar el nivel de excitación que se requiere para alcanzar un orgasmo.
Pero la diferencia entre ambos sexos se extiende también al número de compañeros sexuales. Entre las jóvenes, el 63.5% sólo ha tenido relaciones sexuales con una persona y el 31.1% ha tenido entre 2 y 5 parejas sexuales. Entre los hombres no vírgenes, uno de cada diez ha tenido actividad coital con l0 o más mujeres; el 13% ha tenido entre 6 y l0 parejas sexuales; el 51.6%, entre 2 y 5 compañeras, y el 25.6% ha tenido relaciones con una sola persona.
Así mismo, uno de cada 5 hombres ha practicado el coito rectal y, de ellos, el 50% lo ha hecho con 2 o más parejas distintas. Igualmente, uno de cada 5 varones ha tenido actividad sexual en grupo, es decir, estimulándose con más de una persona al mismo tiempo. Además, en una región caracterizada por una severa homofobia al punto que “dañado” es un calificativo comúnmente usado para referirse a alguien con comportamientos homosexuales, aproximadamente uno de cada 6 hombres y una de cada 10 mujeres ha tenido encuentros eróticos con personas del mismo sexo. Como se puede fácilmente concluir: independientemente de nuestra voluntad, los jóvenes caldenses llevan una vida sexual muy activa y diversa.
Es necesario alertar aquí sobre la realidad de las distintas formas de abuso sexual a que son sometidos muchos de nuestros jóvenes de ambos sexos. Aproximadamente, una de cada 6 jovencitas ha tenido que vivir la infortunada experiencia de una actividad sexual no consentida. Pocas cosas hay tan traumáticas y con tantas repercusiones negativas en la vida de una persona como el ultraje y la humillación sexuales. Lamentablemente, la misma sociedad que condena airadamente la sexualidad voluntaria y consensual de los adolescentes, calla y de alguna manera tolera los delitos sexuales cometidos contra niños y jóvenes.
Uso de anticonceptivos y aborto
En contraste con la extensa actividad sexual documentada en la presente investigación, se puede afirmar que los adolescentes no se protegen adecuadamente de embarazos no planeados ni de posibles infecciones de transmisión sexual. Sí bien según estudios recientes (The Alan Guttmacher Institute, 1994), el 90% de las mujeres en Colombia tiene algún conocimiento sobre anticoncepción; únicamente entre un 35% y un 40% de las mujeres, entre los 15 y los 44 años, usa algún método contraceptivo y muchas de ellas los utilizan incorrectamente, toda vez que, por ejemplo, el 10% de las mujeres que toman píldoras quedan embarazadas durante el primer año de estarlas empleando.
En este contexto es fácil entender las dificultades que encuentran los adolescentes sexualmente activos para usar anticonceptivos. Únicamente el 20% de los jóvenes de ambos sexos, estudiados, utiliza siempre algún método contraceptivo. El 35% nunca ha utilizado una forma de anticoncepción durante sus relaciones sexuales. En buena parte, esta actitud se puede explicar por la creencia predominante de que la actividad sexual o no debe ocurrir, o si se presenta, no se debe planear, pues el sublime y romántico momento debe vivirse en medio de total espontaneidad.
El 13 % de las adolescentes de Caldas ha tenido un aborto inducido; antes de terminar los estudios de secundaria, y el 2% de los varones admite haber presionado a sus compañeras sexuales para que se hagan practicar un aborto. Son parte de los más de 300.000 abortos ilegales que se realizan anualmente en Colombia (Paxman, Rizo, Brown, and Benson, 1993), muchos de los cuales terminan en complicaciones que ameritan hospitalización.
Infecciones sexualmente transmisibles
Las respuestas de los estudiantes, sujetos de la presente investigación, denotan que tienen un aceptable nivel de conocimiento acerca de la transmisión del virus de inmunodeficiencia humana. El 87% contestó adecuadamente las preguntas pertinentes; sólo un 5% consideraba posible la transmisión casual del HIV. De igual manera, el 70% de los hombres y el 80% de las mujeres presentan una actitud positiva hacia el condón y consideran que su uso no disminuye el placer sexual durante la relación. Sin embargo, sólo el 15% de los estudiantes sexualmente activos lo usa siempre durante el coito vaginal, mientras que el 42.4% nunca lo usa para esta actividad sexual. La situación es más preocupante con respecto al coito rectal puesto que en esta situación, sólo el 9.5% siempre usa preservativo, mientras que el 70% nunca lo hace.
Al comparar la incidencia de infecciones sexualmente transmisibles en universitarios hombres, durante los últimos años, Álzate encontró una tendencia decreciente: en 1975, esa cifra era del 49% de los sujetos y en 1990 era sólo del 9%. En el presente estudio, con estudiantes de secundaria, se halló que únicamente el 4 % de los varones reportó una infección de esta naturaleza. Ningún sujeto reportó infección por HIV.
Conclusiones
Luego de describir y analizar la vida sexual de un grupo de jóvenes, estudiantes de los últimos años de secundaria en el Departamento de Caldas, es importante hacer énfasis en los siguientes aspectos:
La adolescencia es un período de iniciación y experimentación en la vida erótica y para muchos jóvenes, especialmente los hombres, es un período de intensa actividad sexual. Es además, un proceso de aprendizaje para la sexualidad del adulto, en el cual el joven debe adquirir la capacidad de tomar, consciente, y por tanto responsablemente, sus propias decisiones con respecto a su comportamiento sexual. Entorpecer el aprendizaje es predisponer a futuros problemas o disfunciones sexuales; pretender sustituir el proceso individual de la toma de consciencia de la vida sexual es caer en la ilusión de poder controlar desde fuera la vida erótica de los adolescentes. Respetar la autonomía sexual del adolescente, sin que todavía no alcance la autonomía económico-social es uno de los mayores conflictos en la relación entre padres e hijos durante esta etapa.
Existen grandes diferencias en la conducta y en las vivencias sexuales de hombres y mujeres jóvenes, que deben ser entendidas sin que se le haga el juego a la inequidad de género existente en nuestra sociedad. En este sentido, queda mucho camino para recorrer en la superación del machismo que nos ha caracterizado. En particular, se debe procurar que los jóvenes de ambos sexos avancen en la comprensión de la relación entre el deseo sexual y el amor.
Principalmente, a través de los medios de comunicación, se tratan de imponer ciertos patrones de comportamiento y de consumismo sexual que hacen más difícil para la juventud el resolver las contradicciones propias de esta etapa del desarrollo. Suficiente tenemos con los problemas heredados de nuestro mestizaje para tener que lidiar además con el colonialismo cultural presente aún en las intimidades de la vida sexual.
Los adolescentes requieren de una educación sexual positiva que parta de la realidad de sus necesidades, y no de nuestros prejuicios; se debe buscar que el ejercicio de la función placentera de la sexualidad sea parte del bienestar de las nuevas generaciones y que ese ejercicio sea libre, responsable y nunca lastime a nadie, ni física ni psicológicamente. Lo único que pretende este pequeño trabajo es contribuir en algo a esos objetivos.
*Este articulo corresponde al segundo capítulo del libro 5 Estudios de Sexología. Manizales, Colombia: ARS Ediciones. Useche, B. (1.999). Educación sexual con fundamento Científico. En: Useche, B. (1.999)
Tercer estudio
¿Por qué es tan fácil ser infiel?
*El punto de vista de la psicología evolucionista.
“Like most mammals, humans typically do not mate with a single person for an entire lifetime” David Buss.”
“En realidad, la monogamia entre los seres humanos es una decisión consciente individual o una imposición social”. Helí Álzate
Contrario al arquetipo de la eterna fidelidad de los amantes y al hecho de que existan parejas que sexualmente sólo han sido el uno para la otra, la vida misma, “el árbol verde” de que habla Goethe, se ha encargado de demostrar que la actividad sexual con un tercero y la consecuente traición al compromiso, tácito o explícito, de la exclusividad con la pareja es un fenómeno universal.
Es válido, entonces, para la ciencia indagar por las posibles leyes que puedan explicar la aparente contradicción entre la monogamia, como forma predominante en la relación entre los sexos desde su aparición en las primeras civilizaciones, y la infidelidad y el engaño que siempre la han acompañado. Intentar su compresión no significa aceptar una reducción simplista de su enorme complejidad. Se trata de conocer algunas claves que faciliten la comprensión de nuestra psicología sexual partiendo, tanto de que somos el macho y la hembra de nuestra especie, como seres sociales determinados por la historia y dueños, además, de una consciencia individual que nos permite cierta libertad en medio de las limitaciones impuestas por nuestra herencia filogénica y sociocultural.
El propósito, entonces, es el de contribuir a la educación sexual en un aspecto, el de la fase relacional de la función erótica (Álzate, 1997), que hasta ahora ha sido dejado casi por completo a los autores de buena y mala literatura, a los escritores de guiones para telenovelas y a los compositores de canciones para el desamor. Si se tienen elementos que ayuden a entender la incesante y, en ocasiones tortuosa búsqueda de pareja sexual y la lucha constante para superar los altibajos que significa mantener la relación, que hace posible el encuentro erótico, podemos estar en mejores condiciones de ser dueños de nuestra vida sexual y de actuar en forma racional, para poder cumplir el imperativo ético de no hacer daño a nadie en el empeño legítimo de satisfacer nuestra necesidad de goce sexual.
La infidelidad es universal
Superados los estadios de las comunidades primitivas, la humanidad optó por la monogamia y el matrimonio. A la par con estas instituciones se extendieron el adulterio y la infidelidad. Desde la mitología clásica hasta los reportes científicos contemporáneos, la literatura abunda en ejemplos de hombres y mujeres engañados sexualmente por sus parejas. Sin embargo, la sociedad adoptó, al respecto, una actitud injusta con las mujeres. Con el control patrimonial en manos masculinas se inició la discriminación de género, que hasta hoy persiste y que pronto otorgó, en las sociedades falocráticas, todas las garantías a los hombres para tener acceso a otras mujeres. De hecho, de las 853 culturas registradas en la actualidad, únicamente el 16% requiere que los hombres tomen una sola esposa. El 84% restante acepta la poliginia, es decir que el hombre pueda tener varias esposas al mismo tiempo. Por lo contrario, únicamente el 0.5% de las sociedades permiten la poliandria, el que las mujeres tomen varios esposos a la vez.
Pero, aún en los casos en que se supone la monogamia para hombres y mujeres, el adulterio y la infidelidad son bastante comunes. La antropóloga norteamericana Helen Fisher (1992), una de las personas que más ha estudiado el tema, ha descrito las diferentes actitudes que los grupos sociales pueden asumir frente a la misma realidad del engaño sexual. Narra, por ejemplo, como los hombres en la costa italiana sobre el mar Adriático se enredan irremediablemente en aventuras extraconyugales que pueden durar años, generalmente con mujeres casadas, relaciones que son conocidas por vecinos y amigos. Sin embargo, allí la norma es la discreción y nunca nadie rompe el silencio para evitar que los esposos se enteren y la vida en familia sea afectada.
En contraste, hombres y mujeres Kuikuru, un pequeño grupo que habita el Amazonas brasileño, se dedican a las aventuras sexuales pasados pocos meses del matrimonio -la mayoría llegan a tener entre 4 y 12 amantes distintos-, relaciones que son objeto de comentarios por la comunidad, excepto por los directamente involucrados, para quienes no deja de ser enojoso el asunto. Existen, también, tribus africanas en donde, si la esposa no se siente sexualmente satisfecha con el marido, le es permitido tener un amante en su propia casa; o grupos étnicos en los cuales, consultando previamente a la esposa, el hombre la ofrece sexualmente a sus amigos por días o, aun, semanas. Sobra decir que, en este último caso, el generoso marido usualmente está pensando en la retribución correspondiente.
En Colombia, y como bien lo ha documentado Virginia Gutiérrez de Pineda (1994), existen, tanto grupos culturales que toleran la poliginia (“complejo cultural negroide”), bien sea que las esposas cohabiten o vivan dispersas, como grupos que la condenan en procura de proteger la unidad familiar, así esto les haya significado la aceptación y tolerancia de la prostitución (“complejo cultural antioqueño”). Claro que los tiempos han cambiado y las costumbres y circunstancias en que se es infiel también, como lo demuestra la proliferación de moteles y “amoblados” en pueblos y ciudades. No sin cierta dosis de humor negro, el propietario de uno de estos establecimientos, en la ciudad de Manizales, decidió adornar la entrada principal con un inmenso par de cuernos.
La infidelidad persiste, como fenómeno social, no obstante, sus consecuencias negativas: el dolor, la rabia, y la humillación que provoca en el afectado, sentimientos que nadie debería querer generar con su conducta en alguien tan cercano como su pareja, y el castigo al que generalmente se expone el ofensor. Al respecto, Paolo Mantegazza (1935) señala textualmente:” Los Bube, de Fernando Po, tienen una escala gradual para castigar la infidelidad de la esposa. La primera vez le cortan la mano izquierda y el muñón se lo sumergen en aceite hirviendo; si comete la ofensa por segunda vez, repiten la operación con la mano derecha; la tercera vez, la cabeza le es cortada y entonces el aceite hirviendo no es necesario”. Tampoco es necesario remontarse a otros tiempos ni latitudes; en Colombia, hasta 1981 el marido uxoricida podía quedar impune si alegaba la “ira e intenso dolor” producido por la infidelidad de la esposa.
¿Qué es lo que explica entonces esta tendencia a faltar al compromiso sexual previamente establecido con la pareja? ¿Por qué hombres y mujeres han persistido a través de la historia, en la infidelidad y en el adulterio, no obstante haber sido la sociedad tan cruel en castigar estos actos? No han bastado los azotes en público, la mutilación de los genitales o de la nariz, el asesinato de los infractores. No han sido suficientes los cinturones de castidad, las alternativas de la separación y del divorcio, ni el abandono y repudio de la pareja infiel. ¿Por qué?
El animal humano
En uno de sus últimos libros, del cual he tomado el subtítulo que acompaña este aparte, Desmond Morris (1994) describe cómo la sexualidad llegó a tener en nuestra especie características únicas, a tal punto que, entre los primates actuales, no hay otro que presente actividad sexual con tanta frecuencia e intensidad y que la pueda prolongar tanto, como los seres humanos. Curiosamente, la especie que más se nos parece, aunque se encuentra muy lejos de alcanzar nuestros patrones de conducta sexual, es el chimpancé pigmeo o bonobo, nuestro más próximo pariente vivo en la escala zoológica.
Y es que debemos empezar aceptando que somos una especie más. El más complejo de los seres vivientes, pero, al fin y al cabo, uno entre ellos. Es cierto que el pensamiento y el lenguaje simbólico, al igual que el erotismo humano, son producto de un salto cualitativo en la evolución, pero ese salto no nos cortó de un tajo de nuestro origen animal. Me temo que quienes se esfuerzan por diferenciar sexualidad y genitalidad y todavía consideran el apetito sexual como un mero instinto de animal inferior -no humano- han querido llegar al extremo de hablar, como lo expresara muy bien en una discusión de hace muchos años, el doctor Pedro Guerrero, de una sexualidad en la que no se tengan en cuenta los órganos sexuales. Se ha pretendido “construir” la sexualidad humana negando el substrato biológico que la compone y con el cual interacciona el superestrato sociocultural.
Debemos intentar entonces responde en primer lugar, si por el mero hecho de ser el macho y la hembra de nuestra especie compartimos unos mecanismos psicológicos que nos predisponen a actuar, en determinado sentido, con respecto a la búsqueda de parejas sexuales. En otras palabras, si hay constantes, en nuestro comportamiento, de atracción, permanencia y disolución de la vida en pareja. En fin, si hay tendencias heredadas filogénicamente que motiven la infidelidad, el adulterio y el divorcio.
La contribución de la psicología evolucionista
Los tiempos de la Genética Conductual, la Sociobiología y el Darwinismo Social, teorías rígidas por su determinismo biológico, reduccionistas, y muchas veces empleadas para sostener puntos de vista reaccionarios, parecen estar quedando atrás. Al mismo tiempo emerge la Psicología Evolucionista (Horgan,1995), corriente de pensamiento surgida a finales de la década del 70 con los estudios de Donald Symons, la cual promete ser muy útil en la comprensión de la conducta sexual humana contemporánea. No es que se niegue en este nuevo enfoque sicológico su origen en los trabajos de Darwin, ni cierto parentesco con los sociobiólogos, sino que se puede observar en sus representantes un marcado interés por superar las debilidades científicas y políticas de sus predecesores. De hecho, podemos afirmar que en su objeto de estudio y en sus métodos de investigación se ubica como una rama específica de la Etología.
David Buss (1994), uno de sus principales representantes, encuentra que existen 7 grandes obstáculos que entorpecen la aceptación de las premisas y de los hallazgos investigativos de la Psicología Evolucionista. Ellos son:
- Las barreras perceptuales resultantes del predominio, en nuestro intelecto de mecanismos cognoscitivos diseñados para la aprehensión de hechos concretos inmediatos, en desmedro de las estrategias del pensamiento divergente y de los niveles más complejos de la abstracción, necesarios para entender los sutiles cambios comportamentales a lo largo de cientos de miles de años de evolución.
- Las barreras ideológicas, reforzadas por el lastre de los intentos de justificación de toda suerte de posiciones racistas, discriminatorias y contrarias al progreso social, mediante argumentos evolucionistas.
- La “falacia naturalista”, que confunde la descripción y las interpretaciones objetivas de la conducta humana con una prescripción moral para esa conducta. En otras palabras, reconocer la realidad no significa tener que aceptarla.
- La “falacia antinaturalista”, que hace que tratemos de ver el ser humano a través del lente de modelos ideales y no de observarlo como realmente es.
- La separación dualista y, por lo tanto, incorrecta, entre lo biológico y lo social, que conlleva la creencia de que, si algo es heredado filogénicamente, es inmutable, y nos obligaría a comportarnos mecánicamente o como robots.
- La influencia de algunos sectores del movimiento feminista que consideran, equivocadamente, que reconocer algunas diferencias de género implica aceptar y promover la inequidad entre los sexos y, en particular, la discriminación de la mujer. Y, finalmente:
- La idealización del amor, que exalta la perpetuidad del vínculo afectivo y niega la existencia del permanente conflicto y la contradicción en las relaciones de pareja.
Basados en los conceptos darwinistas de la selección natural y, en particular, en el concepto de adaptación, se ha desarrollado la noción de que existen estrategias sexuales específicas empleadas por hombres y mujeres, a través de mecanismos psicológicos, para identificar una pareja deseable, competir por ella, establecer una relación estable o casual, resolver los conflictos que se presenten en una relación, así como estrategias para propiciar el rompimiento de la pareja.
El punto clave aquí es el de aceptar que, en el proceso de selección natural, el cerebro humano sufrió un proceso de adaptación, no sólo desde el punto de vista anatómico y fisiológico, sino también psicológico, al desarrollar mecanismos cognoscitivos y emocionales básicos que le permitieran enfrentar, con éxito, los diversos problemas adaptativos formulados por el entorno (Allegier & Wiederman,1995). Dentro de esta concepción, el cerebro sería como una máquina de computador que necesita, tanto de una estructura con capacidad funcional, como de un mínimo de programación. De esta manera, los humanos habríamos heredado, del largo y complejo proceso de selección natural que caracterizó la hominización, un conjunto común de “mecanismos psicológicos”, cognoscitivos y emocionales, seleccionados gracias a que aquellos ancestros que los emplearon tuvieron más éxito en aparearse, reproducirse y sobrevivir. La Psicología Evolucionista considera que este tipo de herencia filogénica es una realidad, lo cual no significa que la conducta sexual humana obedezca ciegamente a los dictados de la genética ni, mucho menos, sea la expresión automática de una determinación biológica previa.
En Colombia fueron Florence Thomas (1985) y Helí Álzate (1987,1997), aunque con enfoques muy distintos, los primeros en llamar la atención sobre la importancia que podrían tener estas tesis evolucionistas sustentadas en el razonamiento, según el cual, en la reproducción del genoma (única forma que tenemos hasta hoy de ser “inmortales”) hay mayor ” inversión” parental por parte de la madre, que por parte del padre. Es difícil escapar a la realidad de que, aun en las sociedades contemporáneas más feministas, la gestación y la crianza son propias de la mujer, mientras que el hombre, para transmitir sus genes sólo requiere, en principio, de la cópula. Este hecho habría establecido diferencias de género en las características deseadas para la pareja, en el número de compañeros sexuales en que se podría estar interesado y en el tipo de compromiso que se está dispuesto a establecer con la pareja.
En este contexto, David Buss (1989,1994), quien estudió 10.047 personas, de 37 culturas alrededor del mundo, señala que las mujeres son mucho más complejas y, en ocasiones, hasta enigmáticas en sus preferencias. Sin embargo, y a pesar de la variedad de grupos raciales, niveles de desarrollo económico, sistemas políticos y creencias religiosas, en su estudio se hallaron estrategias comunes a cada sexo en la búsqueda de pareja.
Entre las características deseadas por las mujeres en el potencial compañero sobresalen, en primer lugar, los recursos económicos (las colombianas se ubicaron en el grupo que mayor importancia otorgó a la capacidad financiera de sus parejas) y la buena posición social. Le siguen en importancia: la ambición, la capacidad de trabajo, el amor y el compromiso puesto en la relación. Estos resultados respaldan la tesis evolucionista, según la cual, la mujer emplea estrategias sexuales y mecanismos psicológicos orientados a escoger una pareja, que le ofrezca respaldo económico y le brinde protección y ayuda a largo plazo con el fin de garantizar que la gestación, la crianza, y por ende la supervivencia de sus genes, lleguen a feliz término.
En contraste, nuestros ancestros varones terminaron desarrollando mecanismos para seleccionar mujeres en edad reproductiva, como quedaría demostrado en el estudio intercultural ya citado, por el hecho de que los hombres colocaron en primer lugar de sus preferencias a las mujeres jóvenes, saludables y hermosas. A su vez, en el hombre, la relación con una mujer joven y bella refuerza o aumenta su status masculino, obteniendo de esta manera una mejor condición para acercarse con éxito a otras mujeres.
Donald Symons (1979) sostiene que esta diferencia genérica se encuentra tan definida en el homo sapiens, que supera los límites que pudiera trazar la orientación sexual. Únicamente así se explica que los hombres homosexuales tiendan a tener, sin mayor compromiso, muchos compañeros sexuales, guiados simplemente por la atracción, que suscita, en ellos, la juventud y la belleza física de otros hombres. El estudio, ya clásico en el tema, sobre los homosexuales de San Francisco, realizado por Bell y Weimberg (1978), reveló que el 50% de los varones “gay” había tenido más de 500 compañeros sexuales. De la misma manera se puede afirmar que las lesbianas, al igual que las mujeres heterosexuales en general, tienden a ser más exigentes y selectivas para aceptar una relación sexual y buscan establecer, sin colocar marcado interés en la belleza, vínculos afectivos más estrechos que generan compromisos de mayor responsabilidad.
En este sentido, la tendencia promiscua de los hombres al igual que de los machos de la mayoría de las especies animales, en particular los antropoides, es biológicamente adaptativa, como sería para las mujeres la tendencia a buscar un número menor de parejas sexuales. Preguntados jóvenes norteamericanos cuál era para ellos el ideal de número de parejas sexuales a lo largo de su vida, los varones contestaron que desearían tener, en promedio, actividad erótica con 18 mujeres distintas mientras que las mujeres contestaron que esperaban tener relaciones sexuales, en promedio, con 4 o 5 hombres. En mi último trabajo sobre la conducta sexual de los adolescentes en el Departamento de Caldas (Useche, 1994) encontramos que, de los jóvenes no vírgenes, el 22.9% de los hombres había tenido coito vaginal con 6 o más compañeras sexuales, mientras que ese era el caso sólo del 5.4% de las mujeres. Esta conclusión no significa, como se verá más adelante, que no existan hombres fieles y mujeres promiscuas; ni que no haya interpretaciones distintas, inclusive entre los mismos psicólogos evolucionistas, al respecto. Como ya lo explicara Helí Álzate (1997): “La biología no es el destino”.
La infidelidad de las mujeres
Los hombres tendemos a ser infieles pero odiamos la infidelidad de nuestras mujeres, en especial de nuestras esposas o de las madres de nuestros hijos. El origen filogénico de la exigencia de la fidelidad en nuestras parejas radica en la necesidad masculina de garantizar la paternidad pues, en primera instancia, no estaríamos dispuestos a invertir energía, tiempo y recursos en proteger y crear un hijo que no sea nuestro y que, por tanto, porte el genoma de un competidor, de un rival.
Precisamente, porque la fidelidad femenina debe ser exigida, y no es algo que se presente espontáneamente, es que varios autores consideran que en la mujer han existido también, pero como una respuesta a problemas adaptativos diferentes a los que tuvo que enfrentar el hombre, los mecanismos psicológicos que la llevarían a ser infiel. Por cuanto, desde la perspectiva evolucionista, sería un “desperdicio” de espermatozoides la cópula de varios hombres con una mujer, durante un mismo período de tiempo, ya que sólo uno de ellos podrá fecundarla, es válido entonces preguntarnos: ¿qué razones explicarían la infidelidad femenina?
En primer lugar, no parece ser tan cierto que la tendencia predominante en las mujeres sea la fidelidad. Todo lo contrario, varios autores sostienen que, por naturaleza, la mujer es seductora. No en vano, los árabes se preocupan de que usen un velo que oculte su belleza o los centroafricanos todavía practican la infibulación en señal de desconfianza, la misma que nunca dejó en paz a los señores feudales que no viajaban sin echar candado al cinturón de castidad, o que obligó a los dueños de los serrallos a ocultar sus mujeres y a emplear eunucos. Y entre nosotros, al igual que en otras latitudes, no sería extraño que la figura de la chaperona o dama de compañía se haya creado, tanto para proteger a la mujer de los avances indeseables de algunos hombres, como para protegerla de sus propias tentaciones.
Más sorprendente aún, la fisiología de la reproducción nos enseña que la evolución desarrolló mecanismos para proteger la paternidad del compañero estable, mecanismos que al decir, de Desmond Morris, funcionan como un verdadero “cinturón de castidad biológico”: Se ha descubierto que, realmente, el hombre posee dos tipos diferentes de espermatozoides con funciones especializadas; unos, los ya bien conocidos que se esfuerzan por desplazarse hasta encontrar el óvulo, y otros, que juntan y cohesionan sus colas, entre sí, para formar una barrera que funciona a manera de puesto de control de la identidad de los nuevos espermatozoides que continúen arribando. Si los que llegan son espermatozoides del mismo hombre, se les permite el paso para que prosigan compitiendo por la fecundación. Si pertenecen a un extraño, se les bloquea, ataca y elimina. Fenómeno que persiste por varios días, en los cuales la paternidad es protegida. Es obvio que el compañero permanente y quien, se supone, práctica el coito regularmente, obtiene éste privilegio a manera de “seguro” de paternidad. Pero es obvio también, que este mecanismo no se hubiera adquirido si las mujeres no tendieran a ser infieles.
Ahora bien, según Helen Fisher, la infidelidad de las mujeres sería adaptativa por las siguientes razones:
- Al tener actividad sexual con diversos hombres, la mujer podría complementar o mejorar los recursos para subsistir.
- Permitiría explorar la oportunidad de tener un posible reemplazo, una lista de “reserva” con candidatos que le pudieran brindar seguridad, protección y recursos en caso de que fuera necesario. (David Buss considera que sería una manera de evaluar potenciales parejas estables).
- Mantendría abierta la posibilidad de encontrar un hombre con características superiores a las del compañero actual y Porque tendría hijos, con genes de diferente origen paterno, que brindarían al genoma materno mejores posibilidades de sobrevivir.
Las mujeres, entonces, durante el proceso de hominización se habrían dividido en dos grupos con estrategias sexuales diferentes: unas, relativamente fieles, con el objeto de obtener todos los recursos y beneficios posibles de un solo hombre; otras, promiscuas pero clandestinas, con lo cual se colocaban en condición de adquirir bienes y recursos de todos sus compañeros sexuales. La existencia de estos dos grupos de mujeres habría permanecido a través de la historia social, representados en las mujeres monogámicas y en las prostitutas.
David Buss agrega que, para las mujeres, el atractivo físico de sus amantes es muy importante porque es la manera de pretender tener hijos atractivos que también tengan éxito con las mujeres y que, por lo tanto, aumenten la probabilidad de prolongar los genes maternos a una nueva generación.
Para Desmond Morris, la infidelidad, tanto del hombre como de la mujer, se originó en la imposibilidad evolutiva de lograr un tipo de vínculo único, perfecto e irreversible entre las parejas. Ante el problema adaptativo creado por la muerte de uno de los miembros de la pareja, la evolución habría tratado de beneficiar los intereses reproductivos de aquellos que perdían su pareja y el interés de los hijos, si los hubiera. Por esta razón, se desarrollaron relaciones flexibles que favorecían la posibilidad de buscar otras parejas, lo cual no funcionó únicamente para reemplazar al progenitor ausente, sino que se constituyó en un riesgo constante de infidelidad en cualquiera de los miembros de la pareja.
De la misma manera, al igual que los hombres, las mujeres, en ocasiones, quieren tener lo mejor de dos mundos: De un parte, los recursos, la protección y el afecto constante de un compañero que contribuya a la crianza de los hijos y, de otra parte, vibrar con la ilusión de quedar fecundada en aventuras, con compañeros casuales, que le brinden las emociones de una psicología masculina interesante, de una edad y atributos físicos, o de una inteligencia más atractiva que las de su pareja habitual. Ilusión que por lo demás, parece ser refrendada en el hecho de que las mujeres propician inconscientemente (todas las estrategias sexuales y los mecanismos psicológicos son de naturaleza inconsciente) los encuentros con sus amantes cuando se acerca la fase de la ovulación. No sorprende, entonces, que en un estudio realizado en Norteamérica se haya comprobado que, de acuerdo con las pruebas sanguíneas practicadas para verificar la paternidad, el 10% de los niños hayan sido engendrados por los amantes y no por los esposos.
El único, pero gran problema, en el marco de esta situación “ideal” en la que se cuenta con una pareja principal y otras relaciones secundarias, es que, en ocasiones, el nuevo lazo sexual, en particular para las mujeres, tiende a crear un lazo afectivo, aunque ésa no sea la intención. Es decir, la infidelidad se puede constituir en una amenaza para la estabilidad, amenaza que puede eventualmente dar lugar a un rompimiento. Es por esto que los celos son un mecanismo psicológico que cumple, no siempre con éxito, la función de proteger la relación previamente establecida.
Hombres y mujeres pueden experimentar celos intensos ante la sospecha o la certeza de la infidelidad de su pareja. Sin embargo, investigaciones recientes parecen confirmar que hay diferencias genéricas en cuanto a las situaciones que originan esos celos. Para un hombre no puede haber desgracia mayor que su pareja tenga una aventura sexual con otro hombre. Esto significa no sólo la duda de la paternidad, sino una enorme pérdida de status y, en términos evolucionistas, la consecuente disminución de posibilidades de atraer otras mujeres. La humillación, la ira y el dolor que acompañan los celos, en el hombre, probablemente están en proporción a la intensidad del golpe que la infidelidad significa para su ego y su posición ante los demás. En el mundo entero, los hombres cornudos son objeto de ridiculización, de burlas y de adjetivos con la connotación de ser hombres débiles, estúpidos e incapaces. Por su parte, los celos femeninos nacen principalmente del grado de compromiso afectivo que puedan tener las aventuras de su compañero. Las mujeres tienden a resentirse más si se corre el riesgo de perder a su hombre, fuente de apoyo emocional, estabilidad y recursos. No es extraño, entonces, que las mujeres estén más dispuestas a perdonar un engaño fortuito (aunque nunca lo olvidan) y que la infidelidad femenina cause muchas más rupturas que la infidelidad masculina.
Limitaciones del enfoque evolucionista
Tal vez, la principal debilidad de los planteamientos de la Psicología Evolucionista, en sus intentos para explicar la sexualidad humana, consiste en centrar el análisis exclusivamente en la función reproductora sin conceder su importancia real a la función erótica. Es innegable que el erotismo, definido como “la búsqueda y el ejercicio consciente del placer sexual,” es la culminación evolutiva de la sexualidad, y a ella “sí se le puede llamar humana con toda propiedad, porque nos distingue de los demás seres del reino animal, en forma similar a como lo hace la función intelectiva” (Álzate, 1997). Desde el punto de vista práctico, el placer sexual desplazó a la procreación como finalidad de las actividades sexuales del homo sapiens, por lo que se convierte en una exigencia investigar profundamente si el goce sexual, propio de los humanos, es también producto de la selección natural, y en tal caso, estudiar el papel de las estrategias sexuales y los mecanismos psicológicos en las distintas fases de la función erótica (apetitiva, relacional, estimulatoria, excitatoria y orgásmica).
Hasta el momento, conocemos poco acerca de estos aspectos. Para Álzate, la adquisición de la función placentera no necesariamente resolvió problemas adaptativos; más bien, fue el producto gratuito de un salto cualitativo en la evolución, de tal magnitud, que desplazó a un lugar secundario la función reproductora de la sexualidad humana. Es un planteamiento similar al de Chomsky (Horgan, 1995), quien refuta las tesis evolucionistas sobre la adquisición del lenguaje humano y argumenta que, es tan inmensa su distancia con los muchos más simples sistemas de comunicación de las otras especies, que probablemente no tiene mucho que ver con los problemas planteados por la selección natural.
La respuesta dada, hasta ahora, a este problema sobre el origen filogénico del erotismo, por parte de los psicólogos evolucionistas, sigue siendo muy simple. Según Abramson y Pinkerton (1995), el placer sexual es el resultado evolutivo de una adaptación que lo convirtió en motivación para la actividad sexual reproductora. Los individuos que en nuestro pasado evolutivo obtenían más placer sexual, se esforzaban en alcanzar una mayor frecuencia de coito vaginal y, en consecuencia, obtenían mayor probabilidad de éxito reproductivo y de propagación de sus genes. Este argumento estaría respaldado en que hace millones de años la actividad coital pudo estar rodeada de condiciones adversas para la sobrevivencia, tales como consumo de tiempo y energía, riesgos de la maternidad y de la crianza, riesgo de infecciones de transmisión sexual, etc.
De otra parte, se corre el riesgo, especialmente entre nosotros, donde el rigor académico no es propiamente el denominador común, de emplear de manera simplista los postulados evolucionistas, en la comprensión del complejo fenómeno sexual humano, y de obviar el análisis de los factores psicosociales y culturales que determinan la vida sexual de las personas. No faltará quien salga a decir que la biología justifica la infidelidad, o que la infidelidad es ineluctable porque estamos gobernados por la fuerza de los genes. Ahora bien, si como toda teoría científica está dispuesta a hacerlo, el evolucionismo psicológico se somete a la crítica constante e implacable de la realidad, a la confrontación con los resultados de la investigación en cada uno de los campos donde incursiona con sus interpretaciones y al debate riguroso, sus aportes nos serán muy valiosos y superarán la advertencia de Chomsky, para quien la Psicología Evolucionista todavía tiene más de filosofía, que de ciencia de la mente.
Una mejor comprensión de la infidelidad entre los humanos requiere que nos adentremos, en primer lugar, en su contexto histórico, pues, al mismo tiempo que una herencia filogénica, hemos recibido una herencia sociocultural muy compleja, que se origina en las decenas de miles de años en que los primeros humanos vivieron en la promiscuidad generalizada (es importante precisar que la historia de la monogamia es todavía muy corta, comparada con las distintas formas de actividad sexual en grupo y de poligamia que la precedieron) y que se extiende hasta estas épocas del neoliberalismo, en que la “industria de la sexualidad” se ha convertido en un lucrativo negocio. Y por si esto fuera poco, es imprescindible dilucidar los aspectos más relevantes de la psicología del encuentro amoroso y de la psicología del erotismo. A tratar de explicar estos aspectos dedicaremos un próximo esfuerzo.
* Este artículo fue escrito para sustentar la ponencia presentada en el “Segundo Encuentro de Educación Sexual” llevado a cabo en la ciudad de Pasto entre el 16 y el 18 de octubre de 1997. La versión inicial aparece en el libro que compila las memorias de ese congreso.
Cuarto estudio
El médico y la salud sexual
El médico debe ser consciente de la necesidad e importancia de contribuir a la salud reproductiva y erótica de las personas. Para sustentar esta tesis, luego de hacer un recuento histórico que contrasta la erotofobia, predominante en la medicina desde la época victoriana, con el avance de la sexología contemporánea, se definen los campos de la educación y de la terapia sexual, se discute la importancia de promover actitudes sexuales positivas y de incluir conocimientos sexológicos actualizados en los currículos de medicina, y se ilustra la manera como se puede hacer educación sexual en la consulta. La argumentación retoma el trabajo pionero del doctor Helí Álzate de quien el autor fue su discípulo. Se concluye que hace falta en Colombia una política de formación sexológica en los programas de medicina.
“La fonction érotique est naturelle a l´home, et a la femme”. Gérard Zwang”
La inclusión del tema del médico y su papel como educador sexual, en el programa oficial del XIII Congreso Nacional de Medicina General y social, celebrado en diciembre de 1997 en Medellín, demostró el interés de núcleos importantes de la profesión por contribuir a la salud sexual de los colombianos. A decir verdad, es un interés que empezó a suscitarse hace ya tres décadas gracias al trabajo pionero en este campo de los doctores Helí Álzate (1973, 1974a, 1974b, 1974c, 1976, 1980, 1981, 1982a, 1982b, 1986, 1989, 1990,1996), Germán Ortiz y Cecilia Cardinal de Martín. Ellos, imbuidos del espíritu renovador que animó los años sesenta y armados con los avances en el conocimiento de la sexualidad humana, logrados hasta esa época, principalmente por Alfred Kinsey y por Masters y Johnson, se dieron a la tarea de iniciar los primeros cursos de sexología en algunas facultades de medicina del país. El curso de sexología establecido por el doctor Álzate en la Universidad de Caldas cumplía 30 años en el momento de su muerte, ocurrida en el mes de marzo de 1998.
Sin embargo, es necesario reconocerlo, por distintos y complejos factores, muy poco se ha logrado avanzar en la formación sexológica de los médicos durante los últimos años. Mientras tanto, se pueden contar por miles las personas cuya vida sexual es una miseria, bien por la ignorancia de los más elementales aspectos anatomo-fisiológicos y psicosociales de la función erótica, o bien por los conflictos emocionales derivados de la contradicción entre la natural búsqueda de placer, en el ser humano y la hipócrita censura que al respecto ejerce la sociedad en que vivimos.
Por lo tanto, y como lo expresara el propio doctor Álzate (1976): “Es pues, imperativo que la medicina vuelva por sus fueros y recapture el liderazgo en una materia de tanta importancia para la salud…”. Este llamado es mucho más necesario en un momento en el cual urge una evaluación objetiva del “Proyecto Nacional de Educación Sexual”, desarrollado en el último lustro por el Ministerio de Educación, y cuando se ha hecho evidente la enorme debilidad académica de la gran mayoría de las “Especializaciones en Educación Sexual”, que surgieron a raíz de dicho proyecto, experiencia educativa ésta que a algunos nos ha hecho reflexionar sobre si acaso el remedio no resultó peor que la enfermedad (Useche, 1997).
Los fabricantes de angustia
Si se quiere abordar en su complejidad el problema del médico, como educador sexual, deben tenerse en cuenta tres aspectos fundamentales: el primero es el papel jugado por la ideología, ya que por ser la medicina producto de la cultura, su mirada sobre la sexualidad se ha visto influenciada por los prejuicios erotófobos, que por largos períodos han caracterizado a nuestra así llamada sociedad occidental. El segundo, es la necesidad de reconocer que la sexualidad humana, como cualquier otro fenómeno de la naturaleza y de la sociedad, puede ser objeto de estudio de la ciencia y, en consecuencia, que el médico, en especial, si se libera de concepciones propias del reduccionismo biologicista o de cualquier otro tipo, posee excepcionales condiciones para realizar una educación sexual con fundamento científico; y, finalmente, el tercer aspecto es el de la naturaleza y el contenido de la educación sexual propiamente dicha, pues conviene definir, con claridad, el nivel de intervención posible para el médico en la atención de las preocupaciones y problemas sexuales de sus pacientes.
En cuanto a lo ideológico, si bien la historia nos enseña que, desde la antigüedad hasta hoy, el péndulo ha oscilado entre la erotofobia y la erotofilia, se puede afirmar que ha prevalecido en nuestra sociedad el temor irracional al goce sexual, y más aún, que los médicos han sido en buena parte los responsables de esa situación. No en vano, el doctor Alex Comfort (1967) al estudiar este proceso, que algunos autores denominaron como de “medicalización del pecado”, no vaciló en calificar a sus colegas, que en asuntos de sexualidad se dejaron llevar por los estúpidos prejuicios de sus creencias, de simples: “fabricantes de angustia”.
A manera de ilustración, me referiré a algunos galenos miembros de este grupo, al que le cabe el dudoso honor de contribuir por siglos a la ideología anti sexual que tanta desgracia y sufrimiento ha traído al mundo. Tal vez, el primero que intentó un tratado médico orientado a la educación sexual fue Giovani Sinibaldi en, 1642. Mezcla de ciencia de la época, de hechicería y teología, su Geneanthropeia contiene, en germen, muchos de los errores y mitos que habrían de repetirse, por siglos en la medicina. Una de sus frases puede, muy bien, resumir su pensamiento: “… ¿perjudicarías tu salud por un placer que es breve y traicionero?” Para Sinibaldi, la homosexualidad no era siquiera enfermedad sino vicio, para el cual prescribía la flagelación; contrario a García Márquez, quien considera de mala suerte fornicar con los calcetines puestos, el profesor de medicina en la Roma del Renacimiento achacaba los problemas en el desempeño sexual a los pies fríos; la espalda encorvada, la calvicie, las canas, la constipación y la gota eran signos de “excesos venéreos”. En contraste, la cópula podía curar la epilepsia, y si la flacura del individuo era extrema, esta práctica le permitiría ganar peso. Se preocupaba el buen doctor, al mismo tiempo, por enigmas tales como el de la posibilidad de ciclos menstruales en la Virgen María o el porqué de la ubicación anatómica del pene, cuando bien podía encontrarse en cualquier otra parte del cuerpo. Mucho más práctico había sido el gran Falopio, un siglo atrás, que lo mismo se había interesado por las trompas que llevan su nombre, que por aconsejar a las madres para que estimularan el pene de sus niños “porque un ejemplar bien desarrollado nunca está de más…”.
Por su parte, la masturbación puede considerarse la conducta sexual más calumniada de todos los tiempos, y la lista de médicos importantes que han participado del “delirio terapéutico contra esta enfermedad imaginaria” (Zwang, 1994) es extensa: Tissot y Esquirol, entre los franceses; entre los ingleses, Sir William Ellis y William Acton, quien no vaciló en recomendar a las personas adultas la práctica de dormir con las manos atadas para evitar la tentación; reformadores del sistema de salud norteamericano como Sylvester Graham, experto en prescribir comidas blandas, baños de agua fría y aire fresco para curar la indeseable conducta autoerótica y promover la abstinencia; entre los de habla alemana encontramos al mismísimo doctor Freud-que consideraba la masturbación una de las principales causas de la “neurastenia”- y al no menos influyente Barón Von Krafft-Ebbing.
Krafft-Ebbing (1939) merece mención aparte toda vez que las ideas centrales de su libro Psycopathia Sexualis, publicado por primera vez en 1886, influyeron en la formación de los médicos hasta la mitad del presente siglo. Para este “alienista”, las conductas sexuales de los humanos hacen parte de las expresiones anormales del psiquismo trastornado, y el único patrón de comportamiento sexual “normal” consiste en el coito esporádico, en el curso de los primeros años de matrimonio, eso sí, siempre y cuando esté orientado únicamente a la procreación y sólo sea el esposo quien experimente el orgasmo. Para discípulos suyos, como el doctor Hutchinson, presidente del Royal College of Surgeons en 1890, si la locura y otros trastornos eran causados por la excitación sexual, los enfermos mentales debían ser castrados. Dado que este procedimiento no era permitido por la ley, los médicos seccionaban el nervio dorsal del pene a los pacientes psiquiátricos.
Donde Krafft-Ebbing observó patología, Freud infirió inmadurez en el desarrollo psicosexual de la persona, con lo cual contribuyó a mantener vigente la negación del erotismo. Y en particular, en cuanto a la sexualidad femenina, el creador del psicoanálisis reforzó la odiosa discriminación de la mujer al postular su diferenciación entre el inmaduro orgasmo “clitorídeo” y el irrelevante orgasmo “vaginal” alcanzado en el coito, con fin reproductor, la única actividad sexual no “perversa”, según su teoría.
En este contexto, no es de extrañar que durante la segunda mitad del siglo XIX florecieran en Europa y Estados Unidos las sociedades de cirujanos dedicados a las clitoridectomías, mientras que, al mismo tiempo, los “académicos” de la medicina rechazaban los trabajos con algún respaldo científico, tal como sucedió con la presentación del trabajo del doctor Denslow Lewis sobre “Las consideraciones ginecológicas del acto sexual”, en el Congreso de la Asociación Médica Norteamericana de 1899, estudio en el que se describía de manera objetiva el papel del clítoris y la realidad multiorgásmica de muchas mujeres (Calderone, 1978).
El camino trazado por Havelock Ellis
Afortunadamente, la dialéctica inherente a la historia y a todo proceso de elaboración conceptual no es ajena al desarrollo del pensamiento médico sobre la sexualidad. Existen, por lo tanto, desde la misma época de la erotofobia victoriana del siglo XIX, los antecedentes que permitieron elaborar los fundamentos para la educación sexual, con carácter científico, que la sociedad reclama actualmente. En este sentido, se puede considerar a Havelock Ellis como el iniciador de un movimiento educativo dirigido a lograr la aceptación de la necesidad de disfrute sexual, como algo connatural al ser humano.
En su extensa obra, y en especial en sus “Estudios sobre la Psicología de la Sexualidad”, Ellis (1936) se empeñó, en oposición al concepto de “perversión” promulgado por su contemporáneo Sigmund Freud, en demostrar la gran variabilidad de la conducta sexual “normal”. En medio del furor antimasturbatorio de sus colegas del período victoriano, planteó la inocuidad e importancia del autoerotismo. Se pronunció con sabiduría sobre las dificultades extremas que experimenta cualquier relación de pareja regulada por la monogamia y la fidelidad. Señaló, con la claridad que finalmente tenemos hoy, que la homosexualidad no es una opción personal, ni un vicio, menos una patología. Reconoció, como ninguno, los devastadores efectos en la vida de las personas de la ignorancia y la represión sexuales. En fin, fue de los primeros en indicar el camino correcto que debían seguir los interesados en una educación sexual positiva.
Otros médicos también contribuyeron a adoptar una actitud racional: los alemanes Moll, Bloch y Hirschfeld, cuya labor pionera se vió truncada por el ascenso del nazismo; el holandés Van de Velde, con su libro “El matrimonio ideal”, publicado en 1926; Dickinson en Estados Unidos con su atlas de “Anatomía Sexual Humana”, y Marie Stopes, en Inglaterra, con su lucha por los derechos sexuales femeninos.
En los años más recientes es obligado mencionar a la norteamericana Mary Calderone, fallecida en 1998, por haber dedicado toda su vida a la educación sexual; al psiquiatra Harold Lief (1978, 1981), pionero de la educación sexual médica en los Estados Unidos, con quien trabajó una temporada el doctor Helí Álzate en la Universidad de Pensylvania; y al urólogo francés Gerard Zwang (1997), autor de una obra enciclopédica en defensa de la función erótica.
Todos ellos tienen en común el que aceptan la búsqueda y el ejercicio del placer sexual, como algo propio de la naturaleza humana. Comparten, así mismo, la idea de que es necesario superar el estrecho marco empleado por la medicina oficial para reducirla sexualidad a su función reproductora, y la convicción de que la educación sexual debe sustentarse en lo más avanzado de la ciencia sexológica. Esto último es de trascendental importancia, en un momento en que las tendencias de moda pregonan, a los cuatro vientos, todo tipo de baratijas pseudocientíficas (Sagan, 1997) y en que, so pretexto de “humanizar la medicina”, las políticas relativas a la formación de los médicos, impuestas a nuestros países desde organismos internacionales, pretenden debilitar los fundamentos científicos de la profesión (Amador, 1997).
Sexología, educación sexual y terapia sexual
Uno de los méritos del doctor Iwan Bloch fue el de haber acuñado el término sexología (Sexualwissenschaft), el cual definió Helí Álzate (1997) como: “el estudio científico de todos los aspectos de la sexualidad y la función sexual humanas”. La sexología, es entonces, una disciplina muy compleja, por la naturaleza misma del fenómeno sexual y, en particular, de su función placentera. Así mismo, el sexólogo, quien dentro de esta concepción debe ser ante todo un investigador, debe poseer profundos conocimientos en las distintas áreas -biología, antropología, sociología, psicología y demás- que contribuyen a la comprensión de la sexualidad. En este sentido, existen muy pocos sexólogos en Colombia y la investigación sexológica es casi inexistente, lo cual contrasta con el creciente interés y la diversidad y cantidad de estudios que se publican en revistas especializadas en los países industrializados. Sería deseable que, en estos años por venir, un número significativo de médicos se sumara al esfuerzo por desarrollar la sexología en nuestro país, bien, formándose en los programas de maestría y doctorado que existen en el exterior, bien, haciendo uso del “derecho del pionero” a autoformarse, con el rigor académico requerido.
Por su parte, la educación sexual y la terapia sexual son dos campos de aplicación de la sexología, a los cuales los médicos tienen mucho por aportar. Por conservar toda su vigencia, voy a citar a continuación el pensamiento del doctor Helí Álzate al respecto, planteado en una conferencia suya dictada, en 1990, en el Segundo Simposio de Ginecología y Obstetricia del Quindío: ” Hasta hace poco tiempo se creía que el tratamiento de los problemas sexuales era de la exclusiva competencia de la psiquiatría, en concordancia con la presunción psicoanalítica del origen inconsciente profundo de todos ellos. Los estudios sexológicos modernos han modificado este concepto. En primer lugar, hay que distinguir dos tipos de problemas sexuales: los menores y los mayores. `Los problemas sexuales menores son `la multitud de dificultades que pueden presentarse en la vida sexual de las personas, debidas fundamentalmente a la mala educación sexual por acción u omisión, y cuyo tratamiento es relativamente simple para quien posea los necesarios conocimientos sexológicos´. Los problemas sexuales mayores son `aquellos que tienen causas más complejas, de tipo psíquico, psicosocial, somático o mixto, y que requieren tratamiento especializado, aunque algunos de ellos también presentan el componente de ignorancia sexual, típico de los problemas sexuales menores´. En segundo lugar, se ha encontrado que el modelo médico-psicoanalítico tradicional es inadecuado para tratar los problemas sexuales menores y mayores, a lo cual se agrega el general desinterés por la educación sexológica formal en los estudios médicos de pregrado y de postgrado, que son extremadamente deficientes en lo que respecta a los aspectos humanísticos, socio antropológicos y psicológicos de la conducta sexual humana. Por ejemplo, en 1985, sólo el 30 % de las facultades de medicina colombianas ofrecían algún tipo de enseñanza sexológica, y en la mayoría de los casos los contenidos temáticos no eran los apropiados. Además, el esquema “patologicista” de la medicina, que se centra en salvar o prolongar la vida -aun a costa de grandes sufrimientos para el paciente o para sus familiares- no permite comprender la función del terapeuta sexual, que es promover la obtención del placer.
Todo médico debería estar en capacidad de tratar los problemas sexuales menores, que son la mayor parte de los que aquejan a las personas; en otras palabras, debería ser un educador sexual competente. En cuanto a los problemas sexuales mayores, la utilización de nuevos métodos diagnósticos ha puesto de manifiesto que entre un 30 y un 50% (dependiendo de la edad de la persona) de los casos de disfunción erectiva (el principal problema sexual mayor del hombre) son de etiología exclusiva o predominantemente orgánica, y por lo tanto de tratamiento médico obligatorio. Igualmente, para el tratamiento de muchos casos de disfunción orgásmica coital femenina hay que efectuar un examen vaginal.
Precisamente el desinterés de los médicos por los aspectos educativos y terapéuticos de la sexualidad humana ha creado un vacío que está siendo llenado en el mejor de los casos por psicólogos, y en el peor, por simples charlatanes. En cuanto a los primeros, la gran mayoría de ellos no están capacitados suficientemente, porque en sus estudios profesionales tampoco reciben enseñanza sexológica formal, ni aprenden a tratar las disfunciones sexuales de causa orgánica (y tampoco pueden hacerlo legalmente). Además, su falta de entrenamiento anatomoclínico los inhabilita para efectuar exámenes sexológicos. En cuanto a los segundos, ellos son simplemente explotadores de la buena fe de las personas necesitadas de ayuda. En realidad, el entrenamiento de la mayoría de los actuales `especialistas´ sexuales se limitó a poco más que a la lectura superficial de los libros de Masters y Johnson o de Kaplan, o a la asistencia a un `seminario´ o `taller´ realizado por otro charlatán más madrugador.”
La educación sexual médica
Antes de precisar nuestro punto de vista respecto de la discusión actual sobre el carácter que debe tener la formación sexológica de los médicos, es conveniente tener en cuenta que, a diferencia de los Estados Unidos y de otros países industrializados, donde desde hace varios años se cuenta con un número importante de profesores universitarios dedicados a la investigación y la docencia en el campo de la sexualidad humana (se ha conformado una asociación de profesores de sexología en las carreras de la salud denominada “Consortium of Sex Educators in the Health Professions”), y existen libros de texto, publicaciones especializadas y materiales educativos de fácil acceso para los estudiantes, en Latinoamérica, las condiciones propias de la enseñanza sexológica en la educación superior y en particular en los programas de medicina adolece de grandes limitaciones de diversa índole (Álzate, 1974,1976).
En Colombia, muy poco es lo que ha cambiado en los últimos años y, en general, continúan teniendo validez las conclusiones que hace más de una década obtuviera Álzate en uno de sus estudios sobre el tema: ” a)…sólo el 30% de la facultades y escuelas de medicina ofrecen enseñanza sexológica formal; b) la mayoría de las instituciones que la suministran le conceden muy poco valor académico; c) los contenidos de la mayoría de los programas existentes no parecen estar actualizados y dedican muy poca atención a los aspectos socioculturales de la sexualidad. La conclusión general es que las facultades y escuelas de nuestro país continúan presentando una gran deficiencia en el campo de la instrucción sexológica”. (Álzate, 1986).
La formación en aspectos sexológicos, del médico, y en general del profesional de la salud, es un tópico que ya no está en discusión en los países avanzados. De hecho, en un estudio reciente del currículo de 109 escuelas de medicina del Canadá y los Estados Unidos, se encontró que el 92% contaba con cursos de sexología, y que en casi la tercera parte de esos programas se habían incrementado, en los últimos años, las horas dedicadas al estudio de diferentes aspectos teóricos y clínicos de la sexualidad humana. De la misma manera, el 70% de los programas de medicina del Reino Unido tiene incorporado cursos de sexualidad a su currículo regular (Dunn, Alaire, 1997).
Se puede afirmar, entonces, que la preparación sexológica del médico es cada día más necesaria. A lo expuesto anteriormente sobre la realidad de que las personas ven en el médico al profesional más competente y confiable para expresarle sus preocupaciones y problemas sexuales, deben agregarse los retos profesionales que han surgido en los últimos años: la irrupción de la infección por HIV; la evidencia de los efectos colaterales sobre la función sexual de muchos medicamentos y procedimientos terapéuticos; la urgencia de atender los problemas sexuales asociados a las enfermedades crónicas como las diabetes, el cáncer y las artritis y de contribuir, también en el campo de su vida sexual, a la rehabilitación de las personas con trauma raquimedular, o cualquier otra condición que conduzca a algún tipo de incapacidad.
Pero, tal vez, la razón más importante es la relacionada con la atención primaria. Contrario al concepto predominante en la medicina del siglo XIX según el cual una vida sexual activa era el mejor camino para la degeneración física y mental, actualmente no cabe duda sobre las ventajas que en materia de prevención de la salud ofrece el ejercicio regular de la función erótica. La investigación reciente ha demostrado que el coito es un excelente ejercicio aeróbico y puede, a su vez, contribuir al control de los niveles de colesterol y a proteger la próstata; la excitación sexual, generalmente, se acompaña de una saludable miotonía y favorece el aumento de los niveles de testosterona y de estrógenos, con lo cual, no sólo mantiene las condiciones para un óptimo desempeño sexual, sino que beneficia el desarrollo óseo y muscular y contribuye a prevenir problemas cardíacos. Por su parte, el orgasmo eleva los umbrales para el dolor y, en la práctica, ejerce un efecto analgésico en las molestias de la artritis o del simple dolor de cabeza (O Neill, 1997) . Y ¡qué decir sobre la experiencia orgásmica como factor que favorece la superación de los estados de stress negativo!; no en vano, en alguna parte, Mario Benedetti escribió que el mundo sería distinto si todos permanentemente viviéramos en el estado de ánimo que acompaña los minutos posteriores al orgasmo.
Superado entonces el debate sobre la inclusión de la sexología en el currículo médico, la controversia actual gira en torno de los objetivos, modalidad y contenidos de los cursos; de la metodología que debe emplearse; sobre si éstos deben estar ubicados en los primeros años de formación básica o en los años posteriores de preparación clínica, y acerca de los requisitos académicos que deben poseer los responsables de este tipo de formación (Weerakoon and Stiernborg, 1996).
En un comienzo, en Norteamérica, y bajo la influencia de la “revolución sexual” de los años 60 y 70, los primeros cursos formales de sexología en las escuelas de medicina hacían énfasis en el enriquecimiento personal de los estudiantes, como uno de los objetivos fundamentales (Herold, 1997). En este sentido, el cambio de actitudes conservadoras frente a temas como la masturbación y la homosexualidad se consideró indispensable, y buena, parte de la metodología se centró en la observación y análisis de videos sexualmente explícitos, que mostraban la más diversa variedad de patrones de comportamiento, y en experiencias apoyadas en los postulados de la Psicología Humanista, de gran desarrollo en ese período. Esta metodología incluyó grupos de encuentro, confrontaciones en el marco de la Terapia Gestalt y mesas redondas con personas que daban testimonio de su particular estilo de vida sexual. Programas de medicina tan importantes como el de la Universidad de Minessota, en Minneapolis, y el de la Universidad de California, en San Francisco, desarrollaron talleres de Restructuración de Actitudes Sexuales -SAR- (Ayres et al, 1975) que, no obstante, las polémicas que han suscitado en los últimos 30 años, aún conservan su vigencia.
Posteriormente y con el desarrollo de la investigación en distintas áreas de la sexología y la consecuente consolidación de las revistas especializadas, se empezó a contar con un cuerpo de conocimientos suficiente para ser incluido en los programas más avanzados de educación sexual médica. Actualmente, cualquier profesor de sexología o sexualidad humana de una escuela de medicina, siempre que cuente con una adecuada formación y lea en inglés, no podrá quejarse por falta de información para preparar sus cursos. El problema en países como Colombia reside, precisamente, en que son pocos los académicos y profesionales que cumplan estas dos condiciones.
Pero, además de trabajar actitudes y conocimientos, es imprescindible desarrollar en los médicos en formación habilidades específicas para que puedan desempeñarse profesionalmente en el campo de la educación o de la terapia sexual. En primer lugar, es fundamental el dominio de las técnicas para hacer una buena historia sexual de la persona que consulta. En este sentido, el modelo desarrollado y perfeccionado por Kinsey y sus colaboradores y sistematizado por el doctor Pomeroy (Pomeroy, Flax, Wheeeler, 1982), modelo probado en decenas de miles de historias sexuales, puede ser de gran utilidad, pues incluye un procedimiento de codificación y registro que garantiza la confidencialidad indispensable y permite la exploración de la vida erótica, en toda su inmensa variabilidad y complejidad.
Igualmente, sería importante para el médico desarrollar habilidades para el diagnóstico de las disfunciones más comunes y para el asesoramiento breve durante la consulta, sin tener que remitir; innecesariamente a un terapeuta sexual, terapeuta que, entre otras cosas, no es fácil de encontrar en nuestro país.
Educación sexual en la consulta médica
Con una actitud positiva para ayudar a las personas a mejorar la calidad de su vida erótica, el médico podría estar atento a cosas tan elementales como preguntar durante la consulta si el paciente considera satisfactoria su actividad sexual actual y, en caso necesario, a evaluar rápidamente cada una de las fases de la función erótica (Apetitiva, Relacional, Estimulatoria, Excitatoria, y Orgásmica. (Álzate, 1997). Así mismo, podría preocuparse por la vida sexual de los pacientes afectados por enfermedades crónicas tales como diabetes, artritis o cáncer, bien sea porque la sexualidad se vea comprometida en la evolución de la enfermedad, bien sea porque los tratamientos correspondientes, como pueden ser la quimio y la radioterapia, puedan afectar las diferentes fases de la función sexual. En este sentido es muy conveniente, también, explicar al paciente, siempre que lo amerite, los posibles efectos sobre el deseo, la excitación o el orgasmo de los diferentes medicamentos que se prescriben.
Como se mencionó anteriormente, la clasificación de los problemas sexuales en menores y mayores es de una gran utilidad y permite definir con claridad los dominios de la educación y de la terapia sexual. Ejemplo de problemas sexuales menores, pero causantes de justificada preocupación en los pacientes y, por lo tanto, motivo común de consulta son: los problemas erectivos esporádicos en hombres jóvenes y la dificultad de muchas mujeres para alcanzar el orgasmo durante el coito vaginal. La explicación del porqué de estas enojosas situaciones no requiere de interpretaciones de psicología “profunda”; basta con explicar, luego de la valoración correspondiente, que diversos factores como la ansiedad, la fatiga o el Efecto Coodlige son responsables de problemas ocasionales de la erección y que, por insuficiente estimulación de las zonas erógenas en las paredes vaginales, es común que, en la cópula, en especial en la posición del misionero, no se logre la excitación suficiente para alcanzar el clímax (Álzate, Useche y Villegas, 1989).
Para el médico que hace educación sexual es importante evitar la tendencia a “medicalizar la sexualidad” (Tiefer, 1996), caracterizada por el excesivo énfasis, tanto en los procedimientos de diagnóstico empleados en medicina, como en los tratamientos farmacológicos y quirúrgicos. A manera de ilustración, digamos que un problema erectivo ocasional no amerita una remisión al urólogo ni la prescripción de medicamentos por vía oral. Aunque la tentación de apresurarse a formular el Sildenafil, (o el mesilato de fentolamina, una vez esté en el mercado colombiano), seguramente siempre va a estar presente.
Esta tendencia a “medicalizar” la sexualidad se ve reforzada con la utilización de manuales de diagnóstico psiquiátrico como el DSMIV, del cual, sin pretender negar sus enormes ventajas, podemos afirmar que, en cuanto a las disfunciones sexuales, se fundamenta en modelos elaborados con una visión “reduccionista periférica”, como son los modelos del ciclo de respuesta sexual de Masters y Johnson, y Helen Kaplan. Es obvio que en este sistema de clasificación de los problemas sexuales se subestima o se niega el plano psíquico o central de la función erótica, al definir, por ejemplo, las disfunciones excitatorias y orgásmicas femeninas en términos de simple disminución o ausencia de lubricación vaginal o de contracciones de los músculos que rodean el tercio externo de la vagina.
Por el contrario, el médico siempre debe tener presente que la función erótica es sumamente compleja y que la fase excitatoria, cuya expresión somática o periférica es la erección o la lubricación vaginal, corresponde a un fenómeno profundamente subjetivo y que, en ese sentido, los vasoactivos orales, con todo y la revolución que han significado en el manejo de las disfunciones de la fase de excitación, no son “balas mágicas”, y su prescripción requiere de un esfuerzo diagnóstico y de comprensión integral del problema sexual, motivo de la consulta.
Conclusiones
Es innegable que al médico contemporáneo le corresponde jugar un papel principal en la promoción y cuidado de la salud sexual, tanto reproductiva como erótica. No hacerlo, sería contribuir a prolongar la negación, el desconocimiento de una función tan real como cualquier otra función humana. Afortunadamente, el conocimiento científico, al respecto, es cada vez mayor y poco a poco se abre paso una actitud racional que permite entender que la educación sexual, por sí misma ni promueve ni impide el comportamiento sexual de las personas. El aporte de los médicos a la búsqueda y ejercicio consciente, y por lo tanto responsable, del placer sexual, contribuirá enormemente al bienestar de las personas.
Para lograr este propósito, se requiere de una correcta política de formación sexológica de los médicos en Colombia. Una política que le dé continuidad a los esfuerzos aislados que se han realizado en los últimos años. Que le dé prioridad a la consolidación de un grupo de profesores de altísimas calificaciones académicas y personales, algunos de los cuales tendrán que complementar su preparación en el exterior, dadas nuestras limitaciones. Una política que facilite las reformas curriculares para que, sin desmedro de la formación científica, clínica y humanística que exige la profesión médica en las áreas que le son, de suyo, propias, se encuentre también el espacio para el conocimiento sexológico.
Nota: Apartes de este capítulo sirvieron de fundamento a la exposición del autor sobre “El médico como educador sexual” que fue presentada en el “XIII Congreso de Medicina General y Social” (Medellín, 3, 4 y 5 de diciembre de 1997).
Quinto estudio
El examen sexológico en las disfunciones excitatorias y orgásmicas femeninas
Resumen
Con base en los trabajos de Zwi Hoch y Helí Alzate, sobre la erogenicidad vaginal, se plantea la importancia del examen sexológico, en particular, cuando la paciente consulta por disfunción orgásmica coital. Se describe brevemente el protocolo del examen propuesto por los autores mencionados y se ubica en el contexto de la valoración general de la función erótica femenina. Por ser de relevancia, se discuten los aspectos éticos pertinentes. Las principales conclusiones son: 1. En la gran mayoría de las mujeres existen una o varias zonas vaginales que, al ser estimuladas digitalmente, provocan la excitación sexual suficiente para alcanzar con facilidad el orgasmo. 2. El coito vaginal es una actividad poco eficaz para producir el orgasmo femenino. 3. Una evaluación pretratamiento de las disfunciones orgásmicas coitales debería incluir la localización de las zonas erógenas en la vagina. 4. A la luz de estos estudios, deberán revisarse las teorías sobre las causas de las disfunciones orgásmicas en la mujer y modificarse los métodos sexoterapeúticos. 5. Es responsabilidad de los especialistas en ginecología el contribuir a la salud sexual, tanto reproductiva como erótica, de nuestra población.
Por estar relacionados con la función erótica y no con la reproductiva, tanto el tema de la erogenicidad vaginal como el de un posible examen sexológico para evaluarla, no son objeto de estudio común en ginecología. No obstante, las dificultades para alcanzar niveles altos de excitación y para lograr el orgasmo, durante el coito vaginal son uno de los motivos de consulta sexológica más frecuentes entre las mujeres. En consecuencia, es de suma importancia que los ginecólogos se preocupen por considerar y discutir estos aspectos íntimamente relacionados con la salud sexual de sus pacientes.
La Vagina: Zona Erógena Primaria
En contra de lo sostenido por Masters y Johnson (1966), para quienes el único órgano erógeno primario en la mujer (incluso durante el coito vaginal) es el clítoris, actualmente se acepta que tanto la vagina como el clítoris son zonas erógenas primarias (Zwang, 1987). Esto significa que la adecuada estimulación de cualquiera de estos dos órganos femeninos puede conducir fácilmente al orgasmo. Sin embargo, en los últimos años se ha presentado una controversia entre distintos grupos de investigadores acerca de las características y localización de las áreas específicas en las paredes vaginales, que son altamente sensibles a la estimulación sexual. Este debate, que no concluye todavía en la literatura científica; lo han ganado en los medios de comunicación quienes sostienen que existe un “Punto G” (Ladas, Whipple, Perry, 1982) cuya estimulación provocaría una “eyaculación femenina”.
El gineco-sexológo israelí Zwi Hoch (1980) fue el primero en demostrar en estudios clínico-experimentales que la estimulación digital de la cara vaginal anterior de pacientes con disfunción orgásmica coital produce excitación sexual. En estos estudios, una vez lograda la excitación, el examinador detiene la estimulación en el inicio de la fase de meseta del ciclo de respuesta sexual descrito por Masters y Johnson (1966). Posteriormente, los colombianos Helí Alzate y María Ladi Londoño (1984), en investigación que replicó el primer autor al año siguiente (Álzate, 1985), encontraron evidencia de erogenicidad vaginal en el 96% de las mujeres participantes en el estudio, localizada, especial pero no únicamente, en la parte superior de la pared anterior. Sin embargo, Alzate y Londoño no pudieron observar la “tumefacción” del “punto G” enunciada por el grupo de Ladas, Whipple y Perry. A diferencia del procedimiento empleado por Hoch, Alzate y Londoño continuaron la estimulación hasta intentar alcanzar el orgasmo cuando las voluntarias que participaban en la investigación lo permitieron. Sólo en un caso observaron expulsión de un líquido por la uretra, en el momento del orgasmo, el cual, al ser analizado en el laboratorio, resultó ser similar químicamente a la orina.
Con el propósito de ampliar el contexto de sus investigaciones, el doctor Alzate (1985) revisó la literatura sobre el erotismo vaginal y el orgasmo femenino y pudo establecer que la gran mayoría de las mujeres (probablemente todas) poseen, no un punto en particular, sino una o varias zonas vaginales, principalmente localizadas en la parte superior de la pared anterior y en la parte inferior de la cara posterior; las que al ser estimuladas táctilmente pueden llevarlas hasta el orgasmo. Igualmente, pudo explicar la ineficacia del coito vaginal para facilitar el orgasmo en muchas mujeres, en términos de la inadecuada estimulación del pene sobre las zonas erógenas específicas y de las diferencias de latencia orgásmica entre el hombre y la mujer.
Hoch (1986) también replicó sus hallazgos iniciales y encontró evidencia de erogenicidad en la cara vaginal anterior en el 96% de las mujeres que presentaban disfunción orgásmica durante el coito. El 64% de ellas alcanzó el orgasmo mediante estimulación digital o peneana con sus esposos quienes habían recibido instrucciones sobre la forma apropiada de actuar sobre la zona erógena vaginal. En ese mismo año, Alzate y Hoch (1986) publicaron una evaluación crítica de los estudios sobre el “punto G” y la “eyaculación femenina” en la que concluyeron que no hay evidencia suficiente para sustentar la existencia del llamado “punto G”, tal como ha sido descrito, ni para afirmar que este punto pudiera estar conectado con las glándulas de Skene o glándulas parauretrales. Estos autores plantearon igualmente la posibilidad de que algunas mujeres emitan un fluido por la uretra en el momento del orgasmo, aunque su naturaleza y origen anatómico no es claro.
En 1989, Alzate, Useche y Villegas replicaron una vez más los trabajos previos de Alzate, midiendo esta vez los cambios de la frecuencia cardíaca como criterio para corroborar las percepciones subjetivas de las mujeres. En este estudio se encontró mediante estimulación digital de las paredes vaginales evidencia de erogenicidad vaginal en el 90.9% de las mujeres; dicha respuesta erótica se encontró localizada principalmente en la cara anterior. También se encontró que el 72.7% de las mujeres alcanzó el orgasmo mediante la estimulación exclusiva de distintas áreas de las paredes vaginales. Las proporciones fueron las mismas para el logro de excitación sexual y de orgasmo mediante estimulación digital del clítoris. Ninguna mujer expulsó líquido por la uretra en el momento del orgasmo. Se observó una buena correlación positiva entre la frecuencia cardíaca y la excitación y el orgasmo, y una moderada correlación positiva entre la frecuencia cardíaca y la intensidad orgásmica subjetiva. Además, los investigadores establecieron que, a juzgar por las latencias de los orgasmos generados por el estímulo digital del clítoris y la vagina, la sensibilidad erógena del primero es aproximadamente el doble de la vaginal.
Desde el primer momento en que salió a la luz el mencionado libro sobre el punto G, Hoch (1983) consideró que sus propios hallazgos allí citados, habían sido malinterpretados y fue enfático en refutar esta publicación en sus principales tesis: “El punto G no existe como tal, y el potencial uso profesional de este término sería, no sólo incorrecto, sino que también induciría a serios errores”. No obstante, el grupo de investigadores que ha sostenido la existencia de dicho punto, y en particular, la doctora Beverly Whipple (Whipple, Komisaruk, 1998), continúa hasta hoy defendiendo la importancia de “esta área (que) se hincha cuando es estimulada” y asociándolo, aunque no necesariamente, a un tipo particular de orgasmo y a la “eyaculación femenina”, temas igualmente controversiales. Para Gerard Zwang (1994), con quien estamos de acuerdo, es muy probable que lo que se ha descrito en algunas mujeres como el Punto G, no sea otra cosa que el plexo periuretral, la columna anterior de la vagina o el tubérculo vaginal. Tordjman (1996), por su parte, aunque habla del punto G, entiende que “no es un punto sino una zona eréctil, erógena, de primera magnitud” y agrega: ” Pensamos que no existe un punto sino una estructura funcional…” e insiste en aclarar: “…esa zona difusa, de gran erogenicidad, que constituye la fascia de Halban y que ha dado en llamarse el punto G.”
En suma, de acuerdo con los estudios ya descritos de Hoch, Alzate y colaboradores, puede afirmarse que la vagina, principalmente en la parte superior de su cara anterior, es una zona erógena primaria. Es decir, que su adecuada estimulación digital o peneana, independientemente de la estimulación del clítoris, permite alcanzar el orgasmo.
Esta conclusión encuentra apoyo en los estudios de Mihn et al (1979) sobre el rol de la fascia de Halban en la fisiología sexual. No está de más recordar que estos autores consideran que la fascia de Halban, además de cumplir su función bien conocida de soporte de la vejiga y de cerramiento del corredor de migración inter-útero vaginal, cumple también un papel importante en la actividad sexual pues “su congestión, análoga a la del cuerpo esponjoso, produce una turgencia de la pared anterosuperior de la vagina.” En el mismo trabajo, Mihn y colaboradores describen en la fascia de Halban una extensa red de terminaciones nerviosas pseudocorpusculares, arteriolas y capilares. Esto contribuiría a explicar las dificultades de algunas mujeres para alcanzar el orgasmo en el postparto (por elongación y distensión de las fibras conjuntivo-musculares de la fascia de Halban) o cuando presentan un cistocele. Por esta razón Mihn y colaboradores llaman la atención de los cirujanos (y de los gineco obstetras) sobre la importancia de preservar en lo posible la fascia de Halban en las cirugías por vía vaginal.
El Orgasmo Femenino
Tal como lo explicó Alzate (1995), persiste en la literatura sexológica una gran confusión acerca de la naturaleza del orgasmo femenino y sus tipos. Buena parte de esa confusión se debe a la manera como se entiende el concepto mismo de orgasmo. Por muchos años y bajo la enorme influencia de Masters y Johnson (1966), de Helen Kaplan (1974) y de otros eminentes sexólogos, se ha pecado de un “reduccionismo somático” al considerar que la excitación y el orgasmo y de igual manera las disfunciones excitatorias y orgásmicas femeninas se pueden definir en términos de presencia o ausencia de componentes periféricos, como la lubricación vaginal y las contracciones de la musculatura perivaginal. Es, por ejemplo, el caso del DSM IV (1994), manual diagnóstico, que identifica la disfunción excitatoria femenina con la ausencia o dificultad para obtener adecuada lubricación y vasocongestión de los genitales de la mujer.
Perry y Komisaruk (1998) insisten en este punto de vista y retoman la clasificación propuesta por Singer para describir la existencia de orgasmos “vulvares”, “uterinos” y “mixtos”, según intervengan el reflejo: Estimulación del clítoris-nervio pudendo – Respuesta de “plataforma orgásmica”; el reflejo: Estimulación del Punto G-nervio pélvico y plexo hipogástrico – Respuesta en forma de contracciones asociadas al músculo pubococcígeo, las glándulas parauretrales y respuestas miotónicas de los músculos del útero, la vejiga y la uretra; o ambos reflejos. En la misma línea de pensamiento, Tordjam (1996) habla de 2 tipos de orgasmo femenino: “períneal clitórico vulvar” y “pélvico coital”. En el primero, la concentración de la mujer en la estimulación clitorídea conduce a las contracciones regulares e involuntarias del elevador del ano, a la plataforma orgásmica y al efecto de tienda, descritos por Masters y Johnson. El segundo se desencadenaría por la presión repetitiva sobre la fascia de Halban, produciendo el denominado, por Perry y Whipple, efecto en “A”.
Aunque es evidente que el orgasmo femenino puede involucrar un reflejo, en el cual, no sólo el clítoris sino también las paredes vaginales hacen parte del componente sensorial (Hoch, 1979), lo realmente importante es entender que el orgasmo es un evento profundamente subjetivo, del plano psíquico o central de la función erótica (Alzate, 1987), y que los componentes periféricos son contingentes. Fue en este sentido que, en un primer momento, Alzate (1984) definió el orgasmo como: “La percepción subjetiva del punto máximo en una serie de cada vez más intensas sensaciones placenteras provocadas por estimulación sexual”. Posteriormente, el mismo autor, Alzate (1995), formuló con mayor precisión su definición de trabajo: ” Orgasmo: fenómeno complejo, súbito y muy placentero, que se presenta en la culminación de la excitación sexual y generalmente es producido por el efecto acumulativo de los estímulos táctiles de las zonas periféricas del sujeto sobre ciertas estructuras cerebrales; en el hombre, se acompaña habitualmente del reflejo eyaculatorio; en la mujer, al parecer con menor frecuencia, de contracciones de la musculatura perivaginal. Algunas veces es originado por estímulos psicobiológicos (cerebrales), que son percibidos en asociación con reacciones fisiológicas pelvianas cuya presencia es más o menos contingente.”
En síntesis, no existen orgasmos “clitorídeos” o “vaginales”, a no ser por referencia a las zonas erógenas estimuladas para provocarlos. Existen orgasmos cerebrales o psíquicos, resultado de la excitación progresiva percibida por la mujer y de la inmensa subjetividad de las experiencias eróticas femeninas. Además, y como bien lo señala Alzate (1987), para muchas mujeres “la calidad de la relación interpersonal, antes y después del acto sexual y durante él, puede influir mucho más en su satisfacción que el logro del orgasmo per se”.
¿Eyaculación femenina?
Otro tema relativo a la sexualidad femenina que ha sido muy debatido en los últimos años ha sido el de una posible “eyaculación femenina”. En un artículo reciente (Whipple, Komisaruk, 1998) se resume el punto de vista actual de los investigadores que defienden la existencia del fenómeno de la “Eyaculación femenina” de la siguiente manera: “Evidentemente, algunas mujeres expelen (por la uretra) un fluido diferente de la orina durante el orgasmo y en algunas mujeres es posible la expulsión de un poco de orina. En algunas mujeres, la estimulación del punto G, el orgasmo y la eyaculación femenina están relacionadas, mientras que en otras mujeres esta relación no existe. Algunas mujeres han reportado orgasmo con eyaculación por estimulación del clítoris y algunas han reportado eyaculación sin orgasmo.”
Alzate y Hoch (1986) concluyeron, luego de una cuidadosa revisión de la literatura, que si bien hay evidencia de que algunas mujeres emiten un fluido a través de la uretra en el momento del orgasmo, su naturaleza y origen anatómico no está claro. Puede tratarse de incontinencia urinaria de esfuerzo, de secreciones provenientes de las glándulas de Skene, o de una combinación de esas dos posibilidades. En todo caso, consideraban no apropiado insistir en que esta emisión uretral es común a la mayoría de las mujeres, esté asociada a la estimulación del punto G o corresponda, principalmente, a la secreción de las glándulas de Skene.
Punto este último que también ha originado controversia, toda vez que para algunos autores (Zaviacic, Whipple,1987) los ductos parauretrales son la próstata femenina. De tiempo atrás es bien conocido que los ductos y glándulas de Skene son homólogas, embriológicamente, de la próstata masculina, pero, de igual manera, es difícil aceptar que pueda encontrarse en la mayoría de las mujeres una “próstata” bien desarrollada y funcional, entre otras cosas, porque el desarrollo del tejido prostático depende de los andrógenos testiculares (Álzate, 1990).
Francisco Cabello (1998) considera que todas o casi todas las mujeres “eyaculan” durante la experiencia orgásmica, en cantidades variables, aunque no lo perciban (para este autor no todas las mujeres expelen el eyaculado). Fundamenta su afirmación en el hallazgo de antígeno prostático específico (PSA), en orina postorgásmica, en cantidad significativamente mayor a la observada en la orina preorgásmica de las mujeres estudiadas. Su conclusión es controvertible por varias razones: Cabello supone, de acuerdo con Zaviacic y Whipple (1993), que las glándulas de Skene son siempre y adecuadamente funcionales, lo cual no está plenamente demostrado. Además, estudios recientes (Frazier et al, 1992) indican que el PSA no es “específico” de la próstata o de las glándulas de Skene, sino que también se encuentra en las glándulas anales y en los vestigios del uraco; es decir, cualquier tejido que provenga de la cloaca embrionaria puede producir PSA.
Las dificultades para alcanzar el orgasmo en el coito vaginal
Como se señaló en la introducción a este artículo, un motivo frecuente de consulta en las mujeres son las disfunciones excitatorias y orgásmicas coitales. El doctor Grafemberg ya anotaba en 1950: “Un alto porcentaje de mujeres no alcanza el clímax durante el coito”. Esta es una queja que se escucha, incluso, en las adolescentes sexualmente activas. Mientras que los hombres, en general, no encuentran dificultad en excitarse hasta el orgasmo con la penetración vaginal, 1 de cada 10 mujeres jóvenes nunca ha alcanzado el clímax durante ese tipo de actividad sexual y 1 de cada 2 sólo llega al orgasmo en pocas ocasiones (Useche, 1998). Se puede, entonces, afirmar que un número importante de mujeres no alcanza el orgasmo durante el coito vaginal, la mayoría de las veces. Álzate (1995) quien encontró que únicamente el 51% de ellas llega al orgasmo siempre o casi siempre, considera que existen 5 razones que pueden explicar esta dificultad para lograr niveles altos de excitación durante la actividad coital:
- Comúnmente en el coito, el pene no estimula con la intensidad suficiente y con el ángulo adecuado las zonas erógenas vaginales. También puede ocurrir que, si la mujer posee su zona erógena en la parte superior de la pared anterior, y se dilatan los dos tercios superiores de la vagina durante la relación sexual, se pierda el contacto entre esa área y el glande.
- Probablemente, de acuerdo con la localización de la zona erógena en la vagina, existe para cada mujer una posición coital óptima.
- Generalmente, existe una diferencia importante en la duración del período de latencia orgásmica de la mujer con respecto a su pareja sexual.
- Es posible que la estimulación táctil de la(s) zona(s) erógena(s), aunque sea débil, si se prolongara lo suficiente, provocaría el orgasmo. Pero en muchas ocasiones esta estimulación es de corta duración.
- Algunas disfunciones orgásmicas coitales postparto pueden deberse a cambios en la estructura de la zona erógena, durante el parto.
Evaluación de la función erótica
Las consideraciones hechas sobre las dificultades de muchas mujeres para alcanzar la fase orgásmica durante el coito justifican la valoración de las distintas fases y planos de la función erótica (Álzate, 1997) y, en particular, la práctica de exámenes vaginales a estas mujeres, con el objeto de buscar y localizar con precisión sus propias zonas erógenas vaginales. Una vez realizados estos exámenes se deben emplear los resultados para instruir a los compañeros sexuales de estas mujeres sobre la apropiada estimulación digital de las paredes de la vagina y para sugerir a la pareja las posiciones coitales que faciliten la estimulación peneana de las zonas erógenas.
Es necesario insistir en que, antes de optar por un examen final y aunque el motivo de consulta sea específicamente la disfunción excitatoria u orgásmica femenina, es fundamental hacer una evaluación integral de la función erótica. En consecuencia:
- Es importante conocer todo lo relacionado con el deseo sexual de la consultante, sus características (si está focalizado en una sola persona, o qué tipo de personas lo despiertan; si está condicionado por ciertas situaciones o asociado al afecto u otros estados emocionales, entre otros aspectos a tener en cuenta), así como la frecuencia e intensidad, que pueden verse afectadas por múltiples factores tales como la disminución en los niveles de testosterona, el uso de ciertos medicamentos y los estados depresivos. (Morin, 1997).
- La relación de pareja debe ser evaluada cuidadosamente. Con frecuencia, se encuentra en la consulta que el deseo o la excitación están inhibidos como consecuencia de una relación de pareja disfuncional. Si este es el problema principal, lo indicado en primer término es la terapia de pareja y no la terapia sexual. Es distinto si el vínculo entre la pareja es bueno, pero se encuentra afectada la esfera de lo erótico (por el efecto Coolidge, por ejemplo), caso en el cual lo indicado es la educación sexual pertinente.
- Finalmente, debe prestarse atención a los planos psíquico-central, somático – periférico y externo comportamental de las fases estimulatoria, excitatoria y orgásmica. En otras palabras, interesa evaluar todo lo relacionado con la naturaleza y calidad de la estimulación, las actividades sexuales que la hacen posible, la respuesta sensorial a los estímulos, las reacciones emocionales, el nivel perceptual y de consciencia que acompaña a las experiencias excitatorias y orgásmicas, cuando éstas se han alcanzado (Bell,1997). La historia sexual previa de la consultante contribuirá a identificar las actitudes y los posibles “mapas sexuales” (Money, 1986) que puedan estar interfiriendo la excitación y el orgasmo.
Únicamente, después de tener un concepto claro sobre estos aspectos, podrá decidirse si la opción de un examen vaginal para localizar la ubicación exacta de las zonas erógenas puede ser de utilidad terapéutica.
El examen sexológico
En la historia reciente no fue hasta la segunda mitad de este siglo que se empezó a discutir seriamente la posibilidad de un examen sexológico. Greenberg (1950) hizo énfasis en la necesidad de tener en cuenta la pared vaginal anterior en el tratamiento de los problemas sexuales, y de su artículo se puede inferir que sus exámenes ginecológicos incluían la exploración digital de la ecogenicidad vaginal. Kinsey y su grupo de investigadores (1953) con el propósito de recoger información para su ya clásico estudio sobre “La conducta sexual de la hembra humana” (Gagnon, 1999) solicitaron a un grupo de 5 ginecólogos, 2 de ellos mujeres, que examinaran “la sensibilidad de diferentes áreas de los genitales femeninos”. Los datos recolectados por ellos y presentados en el Informe Kinsey, se basaron en el examen sexológico de 879 mujeres.
Pero fueron Hartman and Fithian (1972) los primeros en incluir, como parte de sus programas terapéuticos, un examen sexológico de la mujer. Sin embargo, una década después se desató un gran debate sobre la naturaleza y propósitos del examen, así como sobre el tipo de profesional que debe practicarlo (Hoch, 1982; Hartman & Fithian, 1982; Pomeroy & Brown, 1982; Hoch, 1982). Para Zwi Hoch, lo correcto es que la gineco-sexología se desarrolle como una sub-especialidad y que únicamente los terapeutas sexuales con formación médica puedan practicar el examen sexológico vaginal, bien en presencia del compañero sexual o, si esto no es posible, en presencia de una enfermera. Por su parte, Hartman y Fithian sostienen que el examen sexológico no es un procedimiento médico sino una experiencia educativa relativa a la psico fisiología sexual y que, por tal razón, el examen puede ser realizado por profesionales de las ciencias del comportamiento con el entrenamiento adecuado y con un status profesional incuestionable. Pomeroy y Brown, al terciar en la discusión, argumentan que se debe combatir el modelo médico que tiende a buscar sólo lo patológico y que, dado que el examen se centra en recoger y brindar información sobre anatomía y fisiología, ciclos de respuesta sexual, patrones de excitación y zonas de placer, cualquier terapeuta sexual, con los conocimientos y las actitudes requeridas pueden practicarlo.
En Colombia, lo ideal sería que los médicos y, en particular los ginecólogos se preocuparan de obtener la formación sexológica complementaria que les facilitara la atención de las disfunciones sexuales femeninas y la realización del examen sexológico de la vagina, cuando fuera necesario.
El protocolo del examen vaginal empleado durante varios años por Hoch (1980, 1982) es el siguiente:
- En presencia de su compañero sexual se le pide a la mujer que adopte la posición requerida para un examen ginecológico y se le indica que no es necesario que desvista la parte superior de su cuerpo.
- El gineco-sexólogo procede, en primer lugar, con el examen ginecológico regular, excepto en casos de vaginismo severo. La pareja es informada de cualquier patología encontrada (adherencias del clítoris, vaginitis, anomalías cervicales o vaginales, etc.) y de la atención médica que amerite.
- Se procede al examen sexológico propiamente dicho y el examinador focaliza su atención únicamente en los genitales de la paciente; en ningún momento hay contacto con las mamas o el resto del cuerpo de la mujer examinada. La inspección y palpación de los genitales externos permite la observación de cualquier contracción involuntaria del músculo pubococcígeo, y la inserción vaginal de los dedos del examinador sirve para evaluar si se presenta espasmo y dolor. En caso afirmativo, se hace la explicación pertinente a la paciente. Se aconseja pedir a la paciente contraer y relajar el esfínter anal, de tal manera que pueda darse cuenta de que es posible contraer la musculatura perivaginal. Con el objeto de que la paciente tome responsabilidad de su propio cuerpo, se le pide que introduzca sus dedos en la vagina y, luego, que haga lo mismo con los dedos del examinador. Posteriormente, en casa, debe practicar el mismo ejercicio con los dedos de su compañero.
- Una vez se ha comprobado que no hay vaginismo, el siguiente paso consiste en iniciar la fricción de la pared posterior de la vagina con los dedos del examinador, apropiadamente lubricados (lubricación que debe mantenerse durante todo el examen). Lentamente, y con el mismo tipo de movimientos estimulatorios se debe ir avanzando por las caras lateral y anterior del canal vaginal.
- Se le indica a la paciente que debe concentrarse en las sensaciones experimentadas, en las diferentes regiones estimuladas, y expresarlas al examinador. Si la reacción es de dolor, molestia o, simplemente, no percibe ninguna sensación importante, los dedos continúan la exploración, hasta encontrar un punto donde la estimulación produzca respuestas de placer; se mantiene entonces la estimulación por algún tiempo, hasta que la mujer empiece a experimentar la fase de meseta descrita por Masters y Johnson, punto en el cual es imperativo suspender en todos los casos la estimulación.
- Durante la estimulación de la pared anterior de la vagina es útil ejercer alguna presión, con la otra mano, en la parte baja del abdomen de la paciente, en la región suprapúbica. Esta maniobra facilitará acercar las dos manos del examinador en un leve movimiento circular, que aumentará significativamente la intensidad de sus sensaciones. En este momento, la mano del examinador es reemplazada por la mano de la paciente, a quien se le instruye como localizar, a través de la pared abdominal los dedos del examinador que permanecen en la vagina.
- Posteriormente, se continúa con la estimulación de los genitales externos. No hay una técnica estándar para la estimulación correcta del clítoris pues hay diferencias individuales en la reacción a la forma de estimulación, al ritmo, a la presión…Por tanto, en el momento en que la paciente indique que está recibiendo la estimulación adecuada, no se debe interrumpir, hasta cuando reporte que ha alcanzado la fase de meseta.
- El compañero toma el lugar del médico y estimula el clítoris, siguiendo las indicaciones de la paciente.
- Se sugiere a la pareja practicar, en la intimidad de su hogar, el mismo tipo de estimulación que, durante el examen, hizo posible la excitación.
- Se discute y evalúa con la pareja todo el desarrollo del examen.
Por su parte, el protocolo usado por Alzate (Alzate & Londoño, 1984, Alzate, Useche & Villegas, 1989) presenta las siguientes diferencias:
- Hay una sesión previa, donde se explica a la mujer que consulta, las razones por las cuales el examen está indicado en su caso y se le describe, en detalle en qué consistiría el examen vaginal con el propósito de brindarle los elementos necesarios para que decida si acepta el procedimiento. De ser afirmativa su respuesta, formalmente se solicita su “consentimiento informado” y se le aclara que, en cualquier momento, antes o durante el examen, ella está en libertad de cambiar su decisión.
- La presencia durante el examen del compañero o de una enfermera es posible, si la mujer que consulta lo considera apropiado.
- Antes de iniciar el examen es importante asegurarse de que la mujer no maneja niveles de ansiedad, que puedan interferir con el procedimiento.
- Se le recuerda a la mujer que la estimulación puede en algunos momentos percibir urgencia de orinar y que, por lo tanto, debe evacuar la vejiga si lo desea.
- Si es más cómodo para la mujer, el examen se practica en la posición supina, con las piernas estiradas.
- Los dedos índice y medio del terapeuta que examina, adecuadamente lubricados, estimulan primero la parte inferior de la pared posterior; luego la parte superior de la misma cara y posteriormente, las áreas anteroinferior y anterosuperior, siempre formando un ángulo con la pared vaginal y aplicando una presión rítmica cada vez más intensa.
- Si la mujer expresa que percibe, repetidamente, sensaciones displacenteras o dolorosas, se suspende el examen. Si, como ocurre en la mayoría de los casos, la mujer empieza a percibir excitación por la estimulación recibida en una determinada área, el examinador intensifica progresivamente la estimulación, durante unos pocos minutos, hasta que la sensación se estabilice, situación en que se pasa a explorar la ecogenicidad de otra área, o se continúa hasta que se alcance el orgasmo. Otras posibilidades son: que la mujer solicite detener la estimulación porque ante el incremento en la intensidad de la excitación no considere oportuno llegar hasta el orgasmo; o que el examinador se fatigue y decida no continuar la estimulación.
- La evaluación del examen practicado incluye la expresión de los sentimientos positivos o negativos experimentados por la mujer durante el examen y su concepto sobre la forma en que se condujo el examen, desde el punto de vista ético.
Consideraciones éticas
Alzate y Londoño (1987) estudiaron las reacciones emocionales y psicosexuales de 24 mujeres que habían aceptado participar en una situación experimental realizada 16 meses antes de esta evaluación, y en la cual se les había practicado el examen vaginal aquí descrito. Ninguna mujer encontró negativa la experiencia; 79.2% la encontró positiva y el resto (20.8%) la encontró neutral. La casi totalidad de las mujeres (91.7%) se mostró dispuesta a volver a participar en una experiencia similar. Estos resultados demuestran que si una mujer, consciente y voluntariamente, acepta que se le realice un examen vaginal de esta naturaleza, la experiencia muy probablemente no la afectará negativamente. Por el contrario, para muchas, superar el fantasma de la “frigidez” coital les cambiará definitiva y favorablemente su vida erótica.
Para el autor (Useche, 1998), el imperativo ético fundamental de la terapia sexual es el bienestar del consultante y por lo tanto el terapeuta debe, siempre y en todo caso, asegurarse de manera racional que ninguno de sus procedimientos sea nocivo, física o psicológicamente para la persona que consulta. Por esta razón, bajo ninguna consideración es aceptable la explotación o abuso sexual del consultante. No es ético el coito ni el contacto físico entre los órganos sexuales del terapeuta y la persona que consulta.
No obstante, cualquier tipo de interacción verbal, manual con la persona que consulta, incluyendo el examen de sus órganos sexuales y la posible evocación de excitación sexual y orgasmo en el consultante, pueden considerarse éticamente apropiados, siempre y cuando la persona que consulta otorgue libremente su “consentimiento informado” y el procedimiento no provoque excitación sexual en el terapeuta.
Se espera que todos los aspectos éticos concernientes al examen sexológico aquí planteado sean objeto de profundo debate en la comunidad científica.