Cambio de aceite
Viernes, avanzada la noche: Sintió las cuatro gotas de sudor frío que empezaron a deslizarse por su espalda y supo que fracasaría de nuevo. En su mente percibió distorsionados los pechos gustosos y sin siliconas de Margarita y se diluyó el abrazo con el cuerpo moreno, el que sintió ahora ajeno y remoto. Luego escuchó las palabras que, dichas en tono burlón, terminaron por desarmarlo completamente: “No me vaya a decir otra vez que no es capaz. Ahora creo que no quiere hacerlo conmigo porque no soy bonita”.
No se atrevió a replicar, pero inmediatamente supo que era falso que no quisiera hacerlo con ella. Si era un deleite no más verla salir siempre a las carreras para el trabajo y mirarla desde la terraza mientras parecía danzar, sin perder el equilibrio con sus zapatos de tacón alto, por una de esas calles empinadas que tienen como fondo las torres de la catedral.
Cómo no le iba a parecer bonita, si todas las mañanas sentía calambres de sólo ver que su cabello negro, todavía húmedo, mojaba los hombros de su blusa y que los músculos de sus piernas macizas, como neumáticos bien inflados, intentaban salirse de la tela de los pantalones apretados que siempre usaba. Si estaba seguro que era de esas mujeres que son más bellas desnudas que vestidas, de las que no parecen necesitar nunca trabajo de latonería y pintura.
El lunes siguiente, a cualquier hora de la mañana: “Uy hermano: ¡está hecho!”, le cantaron en un coro destemplado los cuatro compañeros. “Lo vimos el viernes con una prieta hermosa”, agregó el joven con acento de la costa.
Trabajaban en el taller donde había transcurrido su vida desde cuando dejó de ir a la escuela por quedarse a mirar como desarmaban un carburador y lo limpiaban con gasolina. Si supieran sus amigos que cuando estaba con esa morena apetitosa no funcionaba. Pero no podía decírselo. Por lo menos, lo envidiaban. ¡Ni modo de irles a contar que sentía que su cuerpo pedía a gritos cambio de aceite! ¡Qué impotencia tan tenaz!
El mismo lunes al caer la tarde: apenas empezaba el ritual, siempre incompleto, de limpiar la grasa atascada debajo de sus uñas, cuando le gritaron que contestara al teléfono.
Era Margarita. Lo que ella le dijo lo destripó como si le hubiera caído la transmisión de un camión encima: “Mire, no nos veamos más. Le voy a decir la verdad: hay otro amigo, usted sabe, con él todo es más fácil, nos entendemos bien y, además, él no tiene ese problema que a usted no lo deja hacer nada”.
Un minuto después, sin colgar aún el auricular que permanecía en la mano engarrotada por el mismo tipo de tensión que lo inhibía con Margarita, se le apareció la virgen. Vio entrar al taller a la doctora Ana María, que venía como de costumbre a que le mirara el carrito.
No supo cómo, pero en los segundos de privacidad que le proporcionó probar el “clutch” y decirle que debía cambiarle el disco, se desahogó y le contó su problema. Con la sonrisa generosa de siempre, Ana María lo animó: “Para eso hay remedio”, y de la bata blanca que colgaba del espaldar de la silla del conductor tomó el formulario y escribió tres renglones antes de firmar. “Consiga esta pastillita; lo sacará de aprietos en la próxima oportunidad. Tómesela unos minutos antes de… ¿Me entiende?”.
Días después: Las marchas de los maestros se habían vuelto cosa de todas las semanas. Parecían las filas que había que formar en el patio cuando de niño iba a la escuela, pero más desordenadas. Cada día había menos trabajo en el taller, y por lo tanto, más tiempo para mirar la manifestación. Hasta que un día cualquiera, que no había nada que hacer, decidió seguir con los maestros hasta la Plaza de Bolívar.
Ese día le cambió la vida por completo. Conoció a Marcia. La maestra llevaba una camisa blanca y el cabello rubio y ensortijado lo había recogido atrás en una trenza para lidiar con el calor. Tenía unas cejas largas, grandes, muy definidas y una tez limpia que la hacía ver mucho menor de los 34 años que tenía. Se siguieron viendo a menudo.
Para la conversación no era tímido, ese no era su problema. Ella era vivaz, inteligente, seria, pero no aburrida, contagiaba vida y alegría, aunque a veces dejaba brotar la pena de su hermana asesinada, como tantos miles, en medio de la violencia desbordada. La idea empezó a torturarlo: “Esta vez, ¿sí seré capaz?”. También sentía la presión de los amigos del taller: “Quihubo hermano, ¿ya casi?”. Para colmo, la doctora contribuía al desasosiego: “Si necesita pastillas, tengo unas muestras médicas”.
Además, él mismo sentía la urgencia. Así que se arriesgó a abrirle el corazón a Marcia; le dijo toda la verdad: que si lo hacía sólo lo disfrutaba muchísimo, pero que si intentaba hacerlo con una mujer, se paralizaba del susto. La invitó para el próximo viernes en la noche y ella aceptó, no sin antes decirle con malicia: “Al fin y al cabo lo que me gusta es enseñar”.
La última noche: La misma ansiedad que le resecaba los labios le humedecía las manos. La certidumbre de tener la tableta en el bolsillo le daba valor. “Just in case”, pensaba, repitiendo la expresión que había aprendido en el curso de inglés que había tomado en el SENA.
Marcia lo llevó de la mano a un rincón en donde le sirvió un ron doble con tónica y una rodaja de limón. “Te ayudará con los nervios”, le dijo. Con las luces apagadas y la música encendida, el mecánico empezó a sentir que la lubricación aceitaba su cuerpo y que la rutina que tantas veces había practicado en su soledad ahora encontraba eco en la maestra: “un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho. Un dos, tres, cuatro…”.
Luego, ya con el ritmo y la voluptuosidad metidas en su alma, disfrutó como niño de la respiración de Marcia contra su pecho, del acople espontáneo, desafiante y perfecto de sus cuerpos y se olvidó del clorhidrato de propanolol que le había formulado la doctora Ana María para su pánico escénico. Esa noche, como siempre había deseado hacerlo, amaneció bailando tango.