¿Por qué es tan fácil ser infiel?
*El punto de vista de la psicología evolucionista.
“Like most mammals, humans typically do not mate with a single person for an entire lifetime” David Buss.”
“En realidad, la monogamia entre los seres humanos es una decisión consciente individual o una imposición social”. Helí Álzate
Contrario al arquetipo de la eterna fidelidad de los amantes y al hecho de que existan parejas que sexualmente sólo han sido el uno para la otra, la vida misma, “el árbol verde” de que habla Goethe, se ha encargado de demostrar que la actividad sexual con un tercero y la consecuente traición al compromiso, tácito o explícito, de la exclusividad con la pareja es un fenómeno universal.
Es válido, entonces, para la ciencia indagar por las posibles leyes que puedan explicar la aparente contradicción entre la monogamia, como forma predominante en la relación entre los sexos desde su aparición en las primeras civilizaciones, y la infidelidad y el engaño que siempre la han acompañado. Intentar su compresión no significa aceptar una reducción simplista de su enorme complejidad. Se trata de conocer algunas claves que faciliten la comprensión de nuestra psicología sexual partiendo, tanto de que somos el macho y la hembra de nuestra especie, como seres sociales determinados por la historia y dueños, además, de una consciencia individual que nos permite cierta libertad en medio de las limitaciones impuestas por nuestra herencia filogénica y sociocultural.
El propósito, entonces, es el de contribuir a la educación sexual en un aspecto, el de la fase relacional de la función erótica (Álzate, 1997), que hasta ahora ha sido dejado casi por completo a los autores de buena y mala literatura, a los escritores de guiones para telenovelas y a los compositores de canciones para el desamor. Si se tienen elementos que ayuden a entender la incesante y, en ocasiones tortuosa búsqueda de pareja sexual y la lucha constante para superar los altibajos que significa mantener la relación, que hace posible el encuentro erótico, podemos estar en mejores condiciones de ser dueños de nuestra vida sexual y de actuar en forma racional, para poder cumplir el imperativo ético de no hacer daño a nadie en el empeño legítimo de satisfacer nuestra necesidad de goce sexual.
La infidelidad es universal
Superados los estadios de las comunidades primitivas, la humanidad optó por la monogamia y el matrimonio. A la par con estas instituciones se extendieron el adulterio y la infidelidad. Desde la mitología clásica hasta los reportes científicos contemporáneos, la literatura abunda en ejemplos de hombres y mujeres engañados sexualmente por sus parejas. Sin embargo, la sociedad adoptó, al respecto, una actitud injusta con las mujeres. Con el control patrimonial en manos masculinas se inició la discriminación de género, que hasta hoy persiste y que pronto otorgó, en las sociedades falocráticas, todas las garantías a los hombres para tener acceso a otras mujeres. De hecho, de las 853 culturas registradas en la actualidad, únicamente el 16% requiere que los hombres tomen una sola esposa. El 84% restante acepta la poliginia, es decir que el hombre pueda tener varias esposas al mismo tiempo. Por lo contrario, únicamente el 0.5% de las sociedades permiten la poliandria, el que las mujeres tomen varios esposos a la vez.
Pero, aún en los casos en que se supone la monogamia para hombres y mujeres, el adulterio y la infidelidad son bastante comunes. La antropóloga norteamericana Helen Fisher (1992), una de las personas que más ha estudiado el tema, ha descrito las diferentes actitudes que los grupos sociales pueden asumir frente a la misma realidad del engaño sexual. Narra, por ejemplo, como los hombres en la costa italiana sobre el mar Adriático se enredan irremediablemente en aventuras extraconyugales que pueden durar años, generalmente con mujeres casadas, relaciones que son conocidas por vecinos y amigos. Sin embargo, allí la norma es la discreción y nunca nadie rompe el silencio para evitar que los esposos se enteren y la vida en familia sea afectada.
En contraste, hombres y mujeres Kuikuru, un pequeño grupo que habita el Amazonas brasileño, se dedican a las aventuras sexuales pasados pocos meses del matrimonio -la mayoría llegan a tener entre 4 y 12 amantes distintos-, relaciones que son objeto de comentarios por la comunidad, excepto por los directamente involucrados, para quienes no deja de ser enojoso el asunto. Existen, también, tribus africanas en donde, si la esposa no se siente sexualmente satisfecha con el marido, le es permitido tener un amante en su propia casa; o grupos étnicos en los cuales, consultando previamente a la esposa, el hombre la ofrece sexualmente a sus amigos por días o, aun, semanas. Sobra decir que, en este último caso, el generoso marido usualmente está pensando en la retribución correspondiente.
En Colombia, y como bien lo ha documentado Virginia Gutiérrez de Pineda (1994), existen, tanto grupos culturales que toleran la poliginia (“complejo cultural negroide”), bien sea que las esposas cohabiten o vivan dispersas, como grupos que la condenan en procura de proteger la unidad familiar, así esto les haya significado la aceptación y tolerancia de la prostitución (“complejo cultural antioqueño”). Claro que los tiempos han cambiado y las costumbres y circunstancias en que se es infiel también, como lo demuestra la proliferación de moteles y “amoblados” en pueblos y ciudades. No sin cierta dosis de humor negro, el propietario de uno de estos establecimientos, en la ciudad de Manizales, decidió adornar la entrada principal con un inmenso par de cuernos.
La infidelidad persiste, como fenómeno social, no obstante, sus consecuencias negativas: el dolor, la rabia, y la humillación que provoca en el afectado, sentimientos que nadie debería querer generar con su conducta en alguien tan cercano como su pareja, y el castigo al que generalmente se expone el ofensor. Al respecto, Paolo Mantegazza (1935) señala textualmente:” Los Bube, de Fernando Po, tienen una escala gradual para castigar la infidelidad de la esposa. La primera vez le cortan la mano izquierda y el muñón se lo sumergen en aceite hirviendo; si comete la ofensa por segunda vez, repiten la operación con la mano derecha; la tercera vez, la cabeza le es cortada y entonces el aceite hirviendo no es necesario”. Tampoco es necesario remontarse a otros tiempos ni latitudes; en Colombia, hasta 1981 el marido uxoricida podía quedar impune si alegaba la “ira e intenso dolor” producido por la infidelidad de la esposa.
¿Qué es lo que explica entonces esta tendencia a faltar al compromiso sexual previamente establecido con la pareja? ¿Por qué hombres y mujeres han persistido a través de la historia, en la infidelidad y en el adulterio, no obstante haber sido la sociedad tan cruel en castigar estos actos? No han bastado los azotes en público, la mutilación de los genitales o de la nariz, el asesinato de los infractores. No han sido suficientes los cinturones de castidad, las alternativas de la separación y del divorcio, ni el abandono y repudio de la pareja infiel. ¿Por qué?
El animal humano
En uno de sus últimos libros, del cual he tomado el subtítulo que acompaña este aparte, Desmond Morris (1994) describe cómo la sexualidad llegó a tener en nuestra especie características únicas, a tal punto que, entre los primates actuales, no hay otro que presente actividad sexual con tanta frecuencia e intensidad y que la pueda prolongar tanto, como los seres humanos. Curiosamente, la especie que más se nos parece, aunque se encuentra muy lejos de alcanzar nuestros patrones de conducta sexual, es el chimpancé pigmeo o bonobo, nuestro más próximo pariente vivo en la escala zoológica.
Y es que debemos empezar aceptando que somos una especie más. El más complejo de los seres vivientes, pero, al fin y al cabo, uno entre ellos. Es cierto que el pensamiento y el lenguaje simbólico, al igual que el erotismo humano, son producto de un salto cualitativo en la evolución, pero ese salto no nos cortó de un tajo de nuestro origen animal. Me temo que quienes se esfuerzan por diferenciar sexualidad y genitalidad y todavía consideran el apetito sexual como un mero instinto de animal inferior -no humano- han querido llegar al extremo de hablar, como lo expresara muy bien en una discusión de hace muchos años, el doctor Pedro Guerrero, de una sexualidad en la que no se tengan en cuenta los órganos sexuales. Se ha pretendido “construir” la sexualidad humana negando el substrato biológico que la compone y con el cual interacciona el superestrato sociocultural.
Debemos intentar entonces responde en primer lugar, si por el mero hecho de ser el macho y la hembra de nuestra especie compartimos unos mecanismos psicológicos que nos predisponen a actuar, en determinado sentido, con respecto a la búsqueda de parejas sexuales. En otras palabras, si hay constantes, en nuestro comportamiento, de atracción, permanencia y disolución de la vida en pareja. En fin, si hay tendencias heredadas filogénicamente que motiven la infidelidad, el adulterio y el divorcio.
La contribución de la psicología evolucionista
Los tiempos de la Genética Conductual, la Sociobiología y el Darwinismo Social, teorías rígidas por su determinismo biológico, reduccionistas, y muchas veces empleadas para sostener puntos de vista reaccionarios, parecen estar quedando atrás. Al mismo tiempo emerge la Psicología Evolucionista (Horgan,1995), corriente de pensamiento surgida a finales de la década del 70 con los estudios de Donald Symons, la cual promete ser muy útil en la comprensión de la conducta sexual humana contemporánea. No es que se niegue en este nuevo enfoque sicológico su origen en los trabajos de Darwin, ni cierto parentesco con los sociobiólogos, sino que se puede observar en sus representantes un marcado interés por superar las debilidades científicas y políticas de sus predecesores. De hecho, podemos afirmar que en su objeto de estudio y en sus métodos de investigación se ubica como una rama específica de la Etología.
David Buss (1994), uno de sus principales representantes, encuentra que existen 7 grandes obstáculos que entorpecen la aceptación de las premisas y de los hallazgos investigativos de la Psicología Evolucionista. Ellos son:
- Las barreras perceptuales resultantes del predominio, en nuestro intelecto de mecanismos cognoscitivos diseñados para la aprehensión de hechos concretos inmediatos, en desmedro de las estrategias del pensamiento divergente y de los niveles más complejos de la abstracción, necesarios para entender los sutiles cambios comportamentales a lo largo de cientos de miles de años de evolución.
- Las barreras ideológicas, reforzadas por el lastre de los intentos de justificación de toda suerte de posiciones racistas, discriminatorias y contrarias al progreso social, mediante argumentos evolucionistas.
- La “falacia naturalista”, que confunde la descripción y las interpretaciones objetivas de la conducta humana con una prescripción moral para esa conducta. En otras palabras, reconocer la realidad no significa tener que aceptarla.
- La “falacia antinaturalista”, que hace que tratemos de ver el ser humano a través del lente de modelos ideales y no de observarlo como realmente es.
- La separación dualista y, por lo tanto, incorrecta, entre lo biológico y lo social, que conlleva la creencia de que, si algo es heredado filogénicamente, es inmutable, y nos obligaría a comportarnos mecánicamente o como robots.
- La influencia de algunos sectores del movimiento feminista que consideran, equivocadamente, que reconocer algunas diferencias de género implica aceptar y promover la inequidad entre los sexos y, en particular, la discriminación de la mujer. Y, finalmente:
- La idealización del amor, que exalta la perpetuidad del vínculo afectivo y niega la existencia del permanente conflicto y la contradicción en las relaciones de pareja.
Basados en los conceptos darwinistas de la selección natural y, en particular, en el concepto de adaptación, se ha desarrollado la noción de que existen estrategias sexuales específicas empleadas por hombres y mujeres, a través de mecanismos psicológicos, para identificar una pareja deseable, competir por ella, establecer una relación estable o casual, resolver los conflictos que se presenten en una relación, así como estrategias para propiciar el rompimiento de la pareja.
El punto clave aquí es el de aceptar que, en el proceso de selección natural, el cerebro humano sufrió un proceso de adaptación, no sólo desde el punto de vista anatómico y fisiológico, sino también psicológico, al desarrollar mecanismos cognoscitivos y emocionales básicos que le permitieran enfrentar, con éxito, los diversos problemas adaptativos formulados por el entorno (Allegier & Wiederman,1995). Dentro de esta concepción, el cerebro sería como una máquina de computador que necesita, tanto de una estructura con capacidad funcional, como de un mínimo de programación. De esta manera, los humanos habríamos heredado, del largo y complejo proceso de selección natural que caracterizó la hominización, un conjunto común de “mecanismos psicológicos”, cognoscitivos y emocionales, seleccionados gracias a que aquellos ancestros que los emplearon tuvieron más éxito en aparearse, reproducirse y sobrevivir. La Psicología Evolucionista considera que este tipo de herencia filogénica es una realidad, lo cual no significa que la conducta sexual humana obedezca ciegamente a los dictados de la genética ni, mucho menos, sea la expresión automática de una determinación biológica previa.
En Colombia fueron Florence Thomas (1985) y Helí Álzate (1987,1997), aunque con enfoques muy distintos, los primeros en llamar la atención sobre la importancia que podrían tener estas tesis evolucionistas sustentadas en el razonamiento, según el cual, en la reproducción del genoma (única forma que tenemos hasta hoy de ser “inmortales”) hay mayor ” inversión” parental por parte de la madre, que por parte del padre. Es difícil escapar a la realidad de que, aun en las sociedades contemporáneas más feministas, la gestación y la crianza son propias de la mujer, mientras que el hombre, para transmitir sus genes sólo requiere, en principio, de la cópula. Este hecho habría establecido diferencias de género en las características deseadas para la pareja, en el número de compañeros sexuales en que se podría estar interesado y en el tipo de compromiso que se está dispuesto a establecer con la pareja.
En este contexto, David Buss (1989,1994), quien estudió 10.047 personas, de 37 culturas alrededor del mundo, señala que las mujeres son mucho más complejas y, en ocasiones, hasta enigmáticas en sus preferencias. Sin embargo, y a pesar de la variedad de grupos raciales, niveles de desarrollo económico, sistemas políticos y creencias religiosas, en su estudio se hallaron estrategias comunes a cada sexo en la búsqueda de pareja.
Entre las características deseadas por las mujeres en el potencial compañero sobresalen, en primer lugar, los recursos económicos (las colombianas se ubicaron en el grupo que mayor importancia otorgó a la capacidad financiera de sus parejas) y la buena posición social. Le siguen en importancia: la ambición, la capacidad de trabajo, el amor y el compromiso puesto en la relación. Estos resultados respaldan la tesis evolucionista, según la cual, la mujer emplea estrategias sexuales y mecanismos psicológicos orientados a escoger una pareja, que le ofrezca respaldo económico y le brinde protección y ayuda a largo plazo con el fin de garantizar que la gestación, la crianza, y por ende la supervivencia de sus genes, lleguen a feliz término.
En contraste, nuestros ancestros varones terminaron desarrollando mecanismos para seleccionar mujeres en edad reproductiva, como quedaría demostrado en el estudio intercultural ya citado, por el hecho de que los hombres colocaron en primer lugar de sus preferencias a las mujeres jóvenes, saludables y hermosas. A su vez, en el hombre, la relación con una mujer joven y bella refuerza o aumenta su status masculino, obteniendo de esta manera una mejor condición para acercarse con éxito a otras mujeres.
Donald Symons (1979) sostiene que esta diferencia genérica se encuentra tan definida en el homo sapiens, que supera los límites que pudiera trazar la orientación sexual. Únicamente así se explica que los hombres homosexuales tiendan a tener, sin mayor compromiso, muchos compañeros sexuales, guiados simplemente por la atracción, que suscita, en ellos, la juventud y la belleza física de otros hombres. El estudio, ya clásico en el tema, sobre los homosexuales de San Francisco, realizado por Bell y Weimberg (1978), reveló que el 50% de los varones “gay” había tenido más de 500 compañeros sexuales. De la misma manera se puede afirmar que las lesbianas, al igual que las mujeres heterosexuales en general, tienden a ser más exigentes y selectivas para aceptar una relación sexual y buscan establecer, sin colocar marcado interés en la belleza, vínculos afectivos más estrechos que generan compromisos de mayor responsabilidad.
En este sentido, la tendencia promiscua de los hombres al igual que de los machos de la mayoría de las especies animales, en particular los antropoides, es biológicamente adaptativa, como sería para las mujeres la tendencia a buscar un número menor de parejas sexuales. Preguntados jóvenes norteamericanos cuál era para ellos el ideal de número de parejas sexuales a lo largo de su vida, los varones contestaron que desearían tener, en promedio, actividad erótica con 18 mujeres distintas mientras que las mujeres contestaron que esperaban tener relaciones sexuales, en promedio, con 4 o 5 hombres. En mi último trabajo sobre la conducta sexual de los adolescentes en el Departamento de Caldas (Useche, 1994) encontramos que, de los jóvenes no vírgenes, el 22.9% de los hombres había tenido coito vaginal con 6 o más compañeras sexuales, mientras que ese era el caso sólo del 5.4% de las mujeres. Esta conclusión no significa, como se verá más adelante, que no existan hombres fieles y mujeres promiscuas; ni que no haya interpretaciones distintas, inclusive entre los mismos psicólogos evolucionistas, al respecto. Como ya lo explicara Helí Álzate (1997): “La biología no es el destino”.
La infidelidad de las mujeres
Los hombres tendemos a ser infieles pero odiamos la infidelidad de nuestras mujeres, en especial de nuestras esposas o de las madres de nuestros hijos. El origen filogénico de la exigencia de la fidelidad en nuestras parejas radica en la necesidad masculina de garantizar la paternidad pues, en primera instancia, no estaríamos dispuestos a invertir energía, tiempo y recursos en proteger y crear un hijo que no sea nuestro y que, por tanto, porte el genoma de un competidor, de un rival.
Precisamente, porque la fidelidad femenina debe ser exigida, y no es algo que se presente espontáneamente, es que varios autores consideran que en la mujer han existido también, pero como una respuesta a problemas adaptativos diferentes a los que tuvo que enfrentar el hombre, los mecanismos psicológicos que la llevarían a ser infiel. Por cuanto, desde la perspectiva evolucionista, sería un “desperdicio” de espermatozoides la cópula de varios hombres con una mujer, durante un mismo período de tiempo, ya que sólo uno de ellos podrá fecundarla, es válido entonces preguntarnos: ¿qué razones explicarían la infidelidad femenina?
En primer lugar, no parece ser tan cierto que la tendencia predominante en las mujeres sea la fidelidad. Todo lo contrario, varios autores sostienen que, por naturaleza, la mujer es seductora. No en vano, los árabes se preocupan de que usen un velo que oculte su belleza o los centroafricanos todavía practican la infibulación en señal de desconfianza, la misma que nunca dejó en paz a los señores feudales que no viajaban sin echar candado al cinturón de castidad, o que obligó a los dueños de los serrallos a ocultar sus mujeres y a emplear eunucos. Y entre nosotros, al igual que en otras latitudes, no sería extraño que la figura de la chaperona o dama de compañía se haya creado, tanto para proteger a la mujer de los avances indeseables de algunos hombres, como para protegerla de sus propias tentaciones.
Más sorprendente aún, la fisiología de la reproducción nos enseña que la evolución desarrolló mecanismos para proteger la paternidad del compañero estable, mecanismos que al decir, de Desmond Morris, funcionan como un verdadero “cinturón de castidad biológico”: Se ha descubierto que, realmente, el hombre posee dos tipos diferentes de espermatozoides con funciones especializadas; unos, los ya bien conocidos que se esfuerzan por desplazarse hasta encontrar el óvulo, y otros, que juntan y cohesionan sus colas, entre sí, para formar una barrera que funciona a manera de puesto de control de la identidad de los nuevos espermatozoides que continúen arribando. Si los que llegan son espermatozoides del mismo hombre, se les permite el paso para que prosigan compitiendo por la fecundación. Si pertenecen a un extraño, se les bloquea, ataca y elimina. Fenómeno que persiste por varios días, en los cuales la paternidad es protegida. Es obvio que el compañero permanente y quien, se supone, práctica el coito regularmente, obtiene éste privilegio a manera de “seguro” de paternidad. Pero es obvio también, que este mecanismo no se hubiera adquirido si las mujeres no tendieran a ser infieles.
Ahora bien, según Helen Fisher, la infidelidad de las mujeres sería adaptativa por las siguientes razones:
- Al tener actividad sexual con diversos hombres, la mujer podría complementar o mejorar los recursos para subsistir.
- Permitiría explorar la oportunidad de tener un posible reemplazo, una lista de “reserva” con candidatos que le pudieran brindar seguridad, protección y recursos en caso de que fuera necesario. (David Buss considera que sería una manera de evaluar potenciales parejas estables).
- Mantendría abierta la posibilidad de encontrar un hombre con características superiores a las del compañero actual y Porque tendría hijos, con genes de diferente origen paterno, que brindarían al genoma materno mejores posibilidades de sobrevivir.
Las mujeres, entonces, durante el proceso de hominización se habrían dividido en dos grupos con estrategias sexuales diferentes: unas, relativamente fieles, con el objeto de obtener todos los recursos y beneficios posibles de un solo hombre; otras, promiscuas pero clandestinas, con lo cual se colocaban en condición de adquirir bienes y recursos de todos sus compañeros sexuales. La existencia de estos dos grupos de mujeres habría permanecido a través de la historia social, representados en las mujeres monogámicas y en las prostitutas.
David Buss agrega que, para las mujeres, el atractivo físico de sus amantes es muy importante porque es la manera de pretender tener hijos atractivos que también tengan éxito con las mujeres y que, por lo tanto, aumenten la probabilidad de prolongar los genes maternos a una nueva generación.
Para Desmond Morris, la infidelidad, tanto del hombre como de la mujer, se originó en la imposibilidad evolutiva de lograr un tipo de vínculo único, perfecto e irreversible entre las parejas. Ante el problema adaptativo creado por la muerte de uno de los miembros de la pareja, la evolución habría tratado de beneficiar los intereses reproductivos de aquellos que perdían su pareja y el interés de los hijos, si los hubiera. Por esta razón, se desarrollaron relaciones flexibles que favorecían la posibilidad de buscar otras parejas, lo cual no funcionó únicamente para reemplazar al progenitor ausente, sino que se constituyó en un riesgo constante de infidelidad en cualquiera de los miembros de la pareja.
De la misma manera, al igual que los hombres, las mujeres, en ocasiones, quieren tener lo mejor de dos mundos: De un parte, los recursos, la protección y el afecto constante de un compañero que contribuya a la crianza de los hijos y, de otra parte, vibrar con la ilusión de quedar fecundada en aventuras, con compañeros casuales, que le brinden las emociones de una psicología masculina interesante, de una edad y atributos físicos, o de una inteligencia más atractiva que las de su pareja habitual. Ilusión que por lo demás, parece ser refrendada en el hecho de que las mujeres propician inconscientemente (todas las estrategias sexuales y los mecanismos psicológicos son de naturaleza inconsciente) los encuentros con sus amantes cuando se acerca la fase de la ovulación. No sorprende, entonces, que en un estudio realizado en Norteamérica se haya comprobado que, de acuerdo con las pruebas sanguíneas practicadas para verificar la paternidad, el 10% de los niños hayan sido engendrados por los amantes y no por los esposos.
El único, pero gran problema, en el marco de esta situación “ideal” en la que se cuenta con una pareja principal y otras relaciones secundarias, es que, en ocasiones, el nuevo lazo sexual, en particular para las mujeres, tiende a crear un lazo afectivo, aunque ésa no sea la intención. Es decir, la infidelidad se puede constituir en una amenaza para la estabilidad, amenaza que puede eventualmente dar lugar a un rompimiento. Es por esto que los celos son un mecanismo psicológico que cumple, no siempre con éxito, la función de proteger la relación previamente establecida.
Hombres y mujeres pueden experimentar celos intensos ante la sospecha o la certeza de la infidelidad de su pareja. Sin embargo, investigaciones recientes parecen confirmar que hay diferencias genéricas en cuanto a las situaciones que originan esos celos. Para un hombre no puede haber desgracia mayor que su pareja tenga una aventura sexual con otro hombre. Esto significa no sólo la duda de la paternidad, sino una enorme pérdida de status y, en términos evolucionistas, la consecuente disminución de posibilidades de atraer otras mujeres. La humillación, la ira y el dolor que acompañan los celos, en el hombre, probablemente están en proporción a la intensidad del golpe que la infidelidad significa para su ego y su posición ante los demás. En el mundo entero, los hombres cornudos son objeto de ridiculización, de burlas y de adjetivos con la connotación de ser hombres débiles, estúpidos e incapaces. Por su parte, los celos femeninos nacen principalmente del grado de compromiso afectivo que puedan tener las aventuras de su compañero. Las mujeres tienden a resentirse más si se corre el riesgo de perder a su hombre, fuente de apoyo emocional, estabilidad y recursos. No es extraño, entonces, que las mujeres estén más dispuestas a perdonar un engaño fortuito (aunque nunca lo olvidan) y que la infidelidad femenina cause muchas más rupturas que la infidelidad masculina.
Limitaciones del enfoque evolucionista
Tal vez, la principal debilidad de los planteamientos de la Psicología Evolucionista, en sus intentos para explicar la sexualidad humana, consiste en centrar el análisis exclusivamente en la función reproductora sin conceder su importancia real a la función erótica. Es innegable que el erotismo, definido como “la búsqueda y el ejercicio consciente del placer sexual,” es la culminación evolutiva de la sexualidad, y a ella “sí se le puede llamar humana con toda propiedad, porque nos distingue de los demás seres del reino animal, en forma similar a como lo hace la función intelectiva” (Álzate, 1997). Desde el punto de vista práctico, el placer sexual desplazó a la procreación como finalidad de las actividades sexuales del homo sapiens, por lo que se convierte en una exigencia investigar profundamente si el goce sexual, propio de los humanos, es también producto de la selección natural, y en tal caso, estudiar el papel de las estrategias sexuales y los mecanismos psicológicos en las distintas fases de la función erótica (apetitiva, relacional, estimulatoria, excitatoria y orgásmica).
Hasta el momento, conocemos poco acerca de estos aspectos. Para Álzate, la adquisición de la función placentera no necesariamente resolvió problemas adaptativos; más bien, fue el producto gratuito de un salto cualitativo en la evolución, de tal magnitud, que desplazó a un lugar secundario la función reproductora de la sexualidad humana. Es un planteamiento similar al de Chomsky (Horgan, 1995), quien refuta las tesis evolucionistas sobre la adquisición del lenguaje humano y argumenta que, es tan inmensa su distancia con los muchos más simples sistemas de comunicación de las otras especies, que probablemente no tiene mucho que ver con los problemas planteados por la selección natural.
La respuesta dada, hasta ahora, a este problema sobre el origen filogénico del erotismo, por parte de los psicólogos evolucionistas, sigue siendo muy simple. Según Abramson y Pinkerton (1995), el placer sexual es el resultado evolutivo de una adaptación que lo convirtió en motivación para la actividad sexual reproductora. Los individuos que en nuestro pasado evolutivo obtenían más placer sexual, se esforzaban en alcanzar una mayor frecuencia de coito vaginal y, en consecuencia, obtenían mayor probabilidad de éxito reproductivo y de propagación de sus genes. Este argumento estaría respaldado en que hace millones de años la actividad coital pudo estar rodeada de condiciones adversas para la sobrevivencia, tales como consumo de tiempo y energía, riesgos de la maternidad y de la crianza, riesgo de infecciones de transmisión sexual, etc.
De otra parte, se corre el riesgo, especialmente entre nosotros, donde el rigor académico no es propiamente el denominador común, de emplear de manera simplista los postulados evolucionistas, en la comprensión del complejo fenómeno sexual humano, y de obviar el análisis de los factores psicosociales y culturales que determinan la vida sexual de las personas. No faltará quien salga a decir que la biología justifica la infidelidad, o que la infidelidad es ineluctable porque estamos gobernados por la fuerza de los genes. Ahora bien, si como toda teoría científica está dispuesta a hacerlo, el evolucionismo psicológico se somete a la crítica constante e implacable de la realidad, a la confrontación con los resultados de la investigación en cada uno de los campos donde incursiona con sus interpretaciones y al debate riguroso, sus aportes nos serán muy valiosos y superarán la advertencia de Chomsky, para quien la Psicología Evolucionista todavía tiene más de filosofía, que de ciencia de la mente.
Una mejor comprensión de la infidelidad entre los humanos requiere que nos adentremos, en primer lugar, en su contexto histórico, pues, al mismo tiempo que una herencia filogénica, hemos recibido una herencia sociocultural muy compleja, que se origina en las decenas de miles de años en que los primeros humanos vivieron en la promiscuidad generalizada (es importante precisar que la historia de la monogamia es todavía muy corta, comparada con las distintas formas de actividad sexual en grupo y de poligamia que la precedieron) y que se extiende hasta estas épocas del neoliberalismo, en que la “industria de la sexualidad” se ha convertido en un lucrativo negocio. Y por si esto fuera poco, es imprescindible dilucidar los aspectos más relevantes de la psicología del encuentro amoroso y de la psicología del erotismo. A tratar de explicar estos aspectos dedicaremos un próximo esfuerzo.